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Los "malditos" celulares

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Reinaldo Spitaletta
27 de marzo de 2012 - 12:07 a. m.
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Cualquier muchacho de hoy podría decir: “qué pendejada la historia de Romeo y Julieta”, cuando ella se hace la muerta. De haber existido entonces la telefonía celular, ella hubiera podido ponerle un mensaje de texto a su novio y advertirle que se estaba haciendo la difunta, en fin, y evitarse luego las muertes de verdad.

El celular, ese artefacto que a algún pastuso le acabó con su intimidad de motel y con su matrimonio, ha transmutado las costumbres y en vez de contribuir a la civilización, parece que más bien nos hunde en la barbarie.

Y digo esto no porque esté, ni más faltaba, contra la tecnología. Dios nos ampare, carajo; sino porque se ha sabido de decenas de casos en el que el aparatico –o mejor, su dueño- interrumpe un recital, una obra de teatro, una escena amatoria, una conversación, un beso. Pasó recientemente en Medellín, en plena función del Pequeño Teatro, cuando en una de las escenas más dramáticas de la obra Copenhague sonó el desdichado celular de un espectador, o el “maldito celular”, como lo calificó Rodrigo Saldarriaga, director de esa compañía.

Hace algún tiempo leía una columna, en la que su autor contaba que había comenzado a narrarle a su hija el cuento de Hansel y Gretel. En un momento, cuando los pájaros se han comido las “estratégicas bolitas de pan”, sistema que los hermanitos diseñaron para no perderse, los dos se descubren extraviados en el bosque. Comenzaba a anochecer. Y en este punto, cuando a los niños de antes se les ponía la piel de gallina, la muchachita le dijo: “¡Qué importa si se pierden. Que llamen al papá por celular”. Y hasta ahí llegó el encanto de los Grimm y del pobre padre.

El mismo columnista advertía que cualquier historia clásica se iría a pique en su trama si se pone un teléfono móvil: la paciente Penélope no hubiera esperado tantos años a su marido. Una simple llamada y lista. Se evitaría así el tejer y destejer un sudario, como un símbolo de fidelidad. Y qué tal el viejo Santiago llamando desde su bote a decir que cogió el pez de su vida, o a don Quijote comunicándose por celular con su sobrina a ver si sabe algo de una tal Dulcinea. Todas las caperucitas y coroneles Buendía y Tom Sawyer y Arthur Gordon Pym se irían a pique de haber existido el celular.

Pero hasta ahí es asunto de ficciones. El celular (y ni hablar aquí del esclavizante Blackberry, que parece causar adicciones estrafalarias), producto de la llamada civilización pero que también va a contramano de ella, ha maltratado a intérpretes en el Carnegie Hall y en otros escenarios del mundo. El director de la Filarmónica de Nueva York, Alan Gilbert, interrumpió un concierto (se ejecutaba el último movimiento de la Novena Sinfonía de Mahler) cuando empezó a sonar un impertinente celular en primera fila.

Al violinista Lukas Kmit, que se presentaba en una sinagoga en Eslovaquia, le sonó en su actuación (sublime, dijeron algunos) el “ringtone” de un celular. Y en un caso insólito, el músico, en vez de parar e increpar al dueño del tiesto, tomó el hilo de los compases marcados por el móvil y con una talentosa improvisación terminó su performance, aunque, como dijeron las noticias, el sonido del celular reproducía un fragmento del Gran Vals, de Francisco Tárrega. Menos mal que no era el de algún narcocorrido.

En algunos restaurantes europeos se decomisan los celulares a la entrada, en vista de que los comensales quieren recuperar el placer de comer, conversar y tomar vino. De ese modo, luchan contra la tiranía del móvil y sus continuas interrupciones que han estropeado la charla, el afecto cercano, el intercambio de mensajes cara a cara. La tecnología ha creado nuevas soledades y, además, menoscabado las normas de respeto y cortesía. Parece una nueva esclavitud. Porque es increíble que alguien (después de tantas advertencias en los teatros) no apague el móvil y prefiera interrumpir al artista. Después de todo, no deja de ser un tema para que algún comediante –o un trágico- escriba una obra sobre los “malditos celulares”.

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