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Sociedad enferma, con un cáncer de desigualdades y despropósitos que parecen irreales por sus dimensiones de inverosimilitud, ha sido la de Colombia. Cuántas patologías, cuántas desventuras juntas que pueden ir desde las “casas de pique” hasta el juego de fútbol con cabezas de víctimas de una guerra irregular e infame, de la que siguen saliendo a flote tantos miles de escabrosos acontecimientos.
Nos repetimos, en edición corregida y ampliada, las miserias de otros días, como el reclutamiento de niños en la pavorosa Guerra de los mil días. O perfeccionamos, cómo no, los “cortes de franela” o “cortes de corbata”, usuales y macabros en la llamada Violencia. La sangre nos llama, nos culpa, nos erige en verdugos, en víctimas. Y habla. Nos cubre de insólitas barbaries que, hoy, después de los acuerdos de paz, tanto los de hace tiempos con los “paracos”, como los que se suscribieron con las Farc (ya extintas en buena parte), podemos conocer detalles de espanto de aquello tan brutal que nos ha caracterizado como vándalos de nosotros mismos.
Colombia, que podría caracterizarse como un ejido de la desigualdad (aunque de esta nadie se muere, según un caricaturesco parlamentario), del dominio de unas minorías sobre inmensas mayorías, como rebaño con pastores que las conducen al matadero, ha estado en casi toda su historia sometida a diversas violencias. Los sesentas, de revoluciones juveniles e históricos cambios de paradigmas, nos sembraron guerrillas de distintos pelambres ideológicos, al principio con aires romanticones y mesiánicos, y luego lumpenizadas hasta el tuétano.
Se nos sumaron más tarde, en ampliación de horizontes de la barbarie, los paramilitares. Y, entre tanto, todo sin reformas agrarias, sin desarrollo del campo, siempre dependiendo de la voraz tutela gringa, agobiados por aperturas económicas, por neoliberales desalmados y “vendepatrias”. Somos un país que duele, pleno de penurias, aunque cante y escriba y pinte y sueñe, porque no todo puede ser el reino de los “mochacabezas” y de los que se han robado la tierra.
Los acuerdos de paz suscritos con las Farc, tan cuestionados por sectores retardatarios de la sociedad, han logrado visibilizar, en el campo de la verdad, de la historia, de la memoria, una serie de procesos que hacen pensar cómo es posible y a qué causas obedeció el surgimiento, desarrollo y sostenimiento por tantos años de una guerrilla como esa, así como su “contraparte”, el paramilitarismo. Qué tipo de país es el que abonó tantas hordas de desquiciados, de ansiosos de poder y a nombre de las “masas”, que por estas tierras siempre han sido carne de cañón.
Las recientes declaraciones de alias Martín Sombra, “carcelero de las Farc”, en la Sala de Reconocimiento de Verdad de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) son escalofriantes. El reclutamiento de niños menores de catorce años y la enseñanza del canibalismo para “convertirlos en una fuerza selecta”, que supiera de explosivos, ingeniería militar, construcción de trincheras, que matara a cuchillo a cualquiera, o ahorcarlo con técnica, además de ser capaces de comerse a otro, o al menos “un pedazo de nalga”, sobrepasa los límites de la realidad y nos embute en las cuevas del atraso y el salvajismo.
Tal vez es como un redivivo episodio de las “cruzadas de los niños” medievales, o como un recuerdo al revés de cuando las madrastras malas se comían a sus hijastros en ciertos cuentos de hadas, o cuando las brujas perversas hacían de los niños una comida de privilegio (como lo hacía Baba Yaga en los cuentos rusos). “Por si en el transcurso del viaje no encuentra sino un gordo, una gorda o alguno, le mete el cuchillo y se come su pedazo de carne y sigue”, era una de las indicaciones dadas a los niños reclutados a la fuerza por la guerrilla, según la confesión del sombrío Martín Sombra.
Si bien son horripilantes las revelaciones del exguerrillero, habría que preguntarse qué tipo de sociedad es la que generó estas ignominias, por qué muchos niños de Colombia carecen de niñez y son víctimas de todos los desamparos, además de los atropellos sin fin que les propinan guerrilleros y paramilitares. ¿Cómo es la niñez en los campos? ¿A qué juegan los niños en los territorios olvidados, solo a la guerra? ¿Y el Estado dónde estaba cuando se robaron a estos muchachitos?
A estos niños de la guerra les birlaron la niñez (“¿quién se robó mi niñez?”, preguntaba Cátulo Castillo), los socavaron, atropellaron, “desniñizaron” y los convirtieron en máquinas de guerra y desolación. Les cercenaron la imaginación y los metamorfosearon en seres de la enajenación y el odio. De aquellos infantes de la guerra, maltratados, transformados en zombis, en caníbales, no se supo más. Están desaparecidos. “Yo entrené una tropa (de niños) que comía gente”.
Claro que las desigualdades matan. Y Colombia es uno de los países más inequitativos del mundo. Estamos fabricados de horrores y otras miserias. Nada, sin embargo, justifica la barbarie contra los niños. Ni ayer, ni ahora, ni nunca.
