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El estornudo de una muchacha en China puede causar pavor en la Bolsa de Nueva York. Esta declaración, que puede ser una variante de la teoría del caos, es posible hoy, cuando más que el capitalismo y sus derivadas, se ha globalizado el miedo. Puede ser, como se ha dicho con la pandemia del coronavirus, una suerte de retorno a la medievalidad, a los espantos de las pestes, a los castigos divinos, a las enfermedades a granel que diezmaron poblaciones y, a su vez, sirvieron de pábulo a enormes literaturas y a la aparición de nuevos conjuros, medicamentos y discursos higienistas.
La peste no siempre llegó montadas en ratas y en barcos. También arribó con espadas, con nuevos tormentos, con inquisiciones y miles de despropósitos. Con las caras del despotismo y los destierros. La peste a manera de persecuciones y sometimientos. Los viejos miedos estuvieron ligados a la creencia apocalíptica del fin del mundo y a la oscura soledad del hombre que aún no tenía la razón como bandera o, al menos, como una forma de sofocar irracionalidades.
En un momento de la historia ya no era solo el miedo a los bárbaros, a los extraños, a los que solo se conocía a través del presentimiento, sino a los ejércitos que parecían venir de más allá del mundo y que no llegaban nunca. Así pasa en una novela de Dino Buzzati que narra las desolaciones de un militar que aspira a llenarse de gloria cuando enfrente, desde la fortaleza donde ha sido enviado, a un ejército de tártaros. El hombre envejecerá sin conocer a los enemigos prometidos.
Los miedos son históricos. Cambian según las necesidades o arbitrariedades de un poder determinado. Las pestes, además de la gran mortandad que causaron, se utilizaron asimismo para el establecimiento de medidas de control y vigilancia de la población, para mantener un orden específico (el que convenía a los que mandaban). Diversas desgracias han estado siempre acechando al hombre. “En la historia de las sociedades los miedos van cambiando, pero el miedo permanece”, señala el historiador Jean Delumeau.
Aquellos miedos del fin del primer milenio, que representantes de la Iglesia conectaron con la presunta llegada del Anticristo, estuvieron hermanados con miedos más reales frente a terremotos, hambrunas, inundaciones y catástrofes naturales. Así como la peste promovió la imaginación de poetas y escritores, las hambrunas crearon ogros que atiborraron de pesadillas los cuentos populares. El miedo a las tempestades se fue esfumando, no por los rezos a Santa Bárbara ni por la quema de “ramo bendito”, sino, por ejemplo, por el invento del pararrayos.
Está claro que los miedos cambian, pero se conserva su esencia. ¿Acaso el miedo a la muerte sea el mismo hoy que en el siglo XII? ¿Y el miedo a la guerra se habrá modificado hoy con respecto al que pudieron sentir los troyanos? En todo caso, el siglo pasado estuvo atravesado por miedos a granel: Las dos grandes guerras, la guerra civil española, los campos de exterminio, los nuevos desplazamientos, la bomba atómica, el napalm contra los vietnamitas, el uso pervertido de la energía nuclear para extorsionar pueblos y otras situaciones adversas llenaron de espanto la centuria más aterradora que ha tenido la historia.
Y de los miedos a la guerra, a los desastres, a la utilización de armas de destrucción masiva, fueron llegando otros, más desde la política, desde los choques ideológicos, desde el poder, cualquiera que este sea. Se instauraron los miedos al comunismo, a las revoluciones sociales, al rojo. Se instaló el macartismo, que era persecución a todo lo que oliera a subversión, a pensamientos contrarios a un orden establecido. Y con el miedo se acomodaron las discriminaciones, las humillaciones a pueblos enteros.
Y así, para un nuevo ejercicio de poder, se vinieron las invasiones, las violaciones flagrantes a la soberanía de países que fueron acusados de “terrorismo”, de posesión de “armas de destrucción masiva”. Y advinieron los arrasamientos con los marines, los bombarderos, los cañoneros… Las nuevas pestes están conectadas con las balas, con la imposición de políticas de empobrecimiento a los sometidos, con el marchitamiento de economías de los países que están bajo la férula imperial.
A las epidemias y pandemias, se suman los miedos al desempleo, a los despidos masivos, a los desajustes climáticos, a las precariedades, a los desplazamientos forzados, a los “falsos positivos” y a un sinnúmero de desgracias económicas y sociales. Tal vez no haya vacunas contra esa sucesión de miedos globalizados.
Así que las fiebres hemorrágicas, el ébola, la gripe aviar, el zika, el coronavirus y otras pestes modernas nos van aislando, nos ponen en estado de sitio y toques de queda, nos golpean con saña y nos predisponen quizá al desprecio por el apestado. La aparición del coronavirus en China ha hecho temblar al mundo y lo ha puesto en cuarentena.
