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Mandela o la utopía

Reinaldo Spitaletta

09 de diciembre de 2013 - 05:14 p. m.

Hay consignas que parecen utopías, como aquella de los revolucionarios franceses: libertad, igualdad, fraternidad.

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 Y por la cuales hay que luchar toda la vida, aunque no se hagan realidad. Nelson Mandela, el líder sudafricano que alguna vez fue calificado de “terrorista”, puede ser el único caso en la historia del siglo XX (para no ir antes ni después) en el que la política se vincula indisolublemente con la ética.

Nacido en 1918, estudió derecho, renunció a ser jefe de la tribu a la que pertenecía y de a poco se fue convirtiendo en un símbolo de la lucha antirracial en su país. Un país, que como otros de África, había sido víctima de la ambición y opresión colonialistas y que su gran desgracia era poseer riquezas múltiples que abrían las fauces explotadoras de distintas metrópolis. En 1948, en Sudáfrica se instauró el régimen neonazi del apartheid, del cual el joven Nelson Mandela va a ser uno de sus opositores.

Con aplicaciones de la política de no violencia promulgada por Gandhi, Mandela organiza campañas de desobediencia civil contra las leyes racistas sudafricanas y luego se convierte en el líder del Congreso Nacional Africano (ANC). Dirige a los voluntarios que luchan contra el régimen segregacionista, que, a su vez, aumenta la represión y en una de tales reacciones oficiales, Mandela es detenido, confinado en Johannesburgo, en donde asienta el primer bufete de abogados negros de su país.

Luego de cumplir su condena, el líder reaparece con la Carta de la Libertad, documento en el cual propone un estado multirracial, igualitario y democrático. La línea es hacer una reforma agraria y establecer una política de justicia social y de distribución equitativa de las riquezas. El régimen, mientras tanto, crea siete reservas o “bantustanes”, territorios marginales y en apariencia independientes, en los que confina a la mayoría negra sudafricana. Eran especies de guetos y no había duda: tenían un tufillo nazi.

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Ante la represión y encarcelamiento de los líderes negros, en 1960 Mandela y su movimiento adoptaron formas de lucha más radicales, con saboteos y otras demostraciones que hacían pensar que quedaban atrás las manifestaciones de la no violencia. Perseguido, encarcelado, vuelto a salir de la prisión, ya Mandela es a comienzos de la década del sesenta una figura mundial conectada con las luchas antiimperialistas y por la libertad de los pueblos. En 1964, fue condenado a cadena perpetua por el régimen racista.

Y entonces pasó lo que tenía que pasar. Fue más peligroso preso que libre. Y su nombre y su gesta se extendieron por todos los pueblos del mundo. Era un hombre transmutado en nación, en multitud, en pensamiento. Un símbolo. De todas partes exigían su libertad, a la que siempre hacía el sordo el apartheid. “No abandonaré Sudáfrica, no me rendiré. Sólo con penurias, sacrificio y acción militante se puede conquistar la libertad. La lucha es mi vida. Seguiré luchando por la libertad hasta el fin de mis días”, dijo.

Mandela, encarcelado, ya era una metáfora de los combates por la dignidad y la libertad. En 1984, el régimen le ofrece libertad con la condición de que vaya a vivir a uno de los “bantustanes”, que eran, en esencia, un engaño, una ficción, un atentado contra los derechos de los negros. Por supuesto, no aceptó. Veintisiete años estuvo preso. En 1990 el régimen presidido por Frederik de Klerk, lo dejó libre. En 1994, Mandela ya era el primer presidente negro de Sudáfrica. Y, como debe ser en un hombre de su talla, renunció a ser reelegido.

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En 1998, con el arzobispo Desmond Tutu, Mandela, como parte de la Comisión de la Verdad, dio a conocer los abusos y crímenes de la minoría blanca, pero, a su vez, los cometidos por los diversos movimientos de liberación, incluido el Congreso Nacional Africano.

Mandela, el mismo que advirtió que “mientras persista la pobreza, no habrá verdadera libertad”, murió a los 95 años, querido y admirado por todo el mundo, como un paradigma ético. Si a muchos políticos de otras partes los rechiflan en los estadios, a Mandela lo aclamaron hasta el delirio en el Mundial de Sudáfrica. Con el gran líder negro, alguna frase ya tópica del dramaturgo Bertolt Brecht, recobra vigencia: Hay hombres que luchan toda la vida; esos son los imprescindibles.

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