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Manuel, a ritmo de tango

Reinaldo Spitaletta

17 de abril de 2023 - 09:00 p. m.

Mirá, Manuel, que Gardel, después de los avionazos, tras arder en el desastre, se perpetuó en una cara sin arrugas, en una sonrisa perenne, en un astro, en el Inmortal. “Quedó parao en su estampa que ya no puede envejecer. La Voz hizo el milagro”, hombre Manuel, o tal vez Ernesto Arango, el que narra una de las novelas más fogosas y alucinantes en la literatura no solo antioqueña, sino colombiano, Aire de tango, que ahora recordamos porque su creador no se ha muerto (“nadie morirá por mí”), sino que está cumpliendo 100 años de su natalicio.

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Manuel, inventor de pueblos como Balandú, o como Tambo (de gamonales y terratenientes), el de El día señalado, el que supo que la minifalda la inventaron hace años las muchachas de Lovaina y de Guayaquil, tierras de promisión (también de perdición bacana y respiraciones agitadas), sigue vivo. Porque ahí están sus coplas, sus 11 novelas, su más de 200 cuentos, porque tuvo alumnos que lo prolongaron en su taller de literatura, porque se erigió en voz de un pueblo. Porque narró aspectos de la colonización antioqueña y sobre las miserias de la ciudad. Porque supo que a Medellín se lo llevó el ensanche (como ahora se lo llevaron todos los demonios).

Manuel vive porque es canción. Y porque todavía no se lo traga ningún olvido (uno se muere cuando lo olvidan, decía). Manuel es tango y bambuco, y también canciones tristes para suicidas y otros desahuciados. Sabía que “el amor eterno dura tres meses” (”o cuatro o cinco, si anda con suerte”) y de los riesgos que es “vivir a la enemiga”, como algunos de sus personajes, como Jairo el cuchillero, con sus mortíferos cuchillos con nombres de días de la semana. Un asunto de no menor cuantía es que Manuel, novelista, cuentista, periodista y poeta (también inventor de juguetes), supo involucrar en sus obras la cultura popular.

Sigo con Aire de tango. Puede que no sea su obra cumbre (sin duda lo es La casa de las dos palmas), pero sí es una novela documento, una novela que se emparenta, a su manera, con la historia. En ella se incluye el mismo Mejía Vallejo (que, claro, de él estamos diciendo cosas), como, a su vez, aparecen tantos hombres que ya no están, como el negro Billy, como Arenas Betancourt y Óscar Hernández y Edgar Poe Restrepo y Tartarín Moreira y Alberto Aguirre y Manuel Blumen y Castro Saavedra, y, por supuesto, Gardel. Y hay boleristas y ladrones y putas y maricas y descastados. Aparece el puerto seco de Guayaquil, punto clave para que Medellín pudiera ser catalogada como ciudad y no como una parroquia grande, solo con sotanas, banqueros y otros agiotistas.

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Pudo ser esta novela el mayor atrevimiento estructural, moderno, revolucionario (como fue la música de Piazzolla, que también aparece en ella) de Manuel, que, por lo demás, para los días en que la escribe (se publicó en 1973) ya se había dado cuenta, con propiedad y hondura, de la discusión acerca del nacimiento de Gardel, de sus orígenes uruguayos, de la tesis o alegato del periodista Erasmo Silva Cabrera (Avlis)…

Manuel fue un escritor que dio cuenta de los tiempos de la Violencia en Colombia, del gaitanismo, de los sacrificios populares, y por eso tuvo que irse a otras geografías a buscarse, a patentar lo que ya llevaba adentro desde los días de La tierra éramos nosotros (la novela de un chico precoz). Y a perseguir los pasos de Barba Jacob. La noción de una generación, de un tiempo, está en sus obras, así como la música y el habla popular circula con creces en Aire de tango, con marihuana incluida (y hasta con El Jefe Daniel Santos): “el cachito, señores, la verdura, maracuchá, vareta, varilla, la maracachafa, nunca sobra, mariguanita amiga pa el hombre triste”.

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Manuel Mejía Vallejo, nacido el 23 de abril de 1923, en Jericó, aunque siempre fue de Jardín, sigue viviendo en sus palabras, en el imaginario pueblo de Balandú, en su tiempo de sequía (que era aquel de la violencia), en sus soledumbres. Sin duda, hay en sus ancestros literarios algo (o mucho) de Faulkner, de Rulfo, de Miguel Ángel Asturias… así como del gotán, del pasillo ecuatoriano, de las voces de Margarita Cueto y Juan Arvizu, y una gran cantidad de dosis gardeliana.

En sus obras hay maldiciones de curas, duelos, cuchilladas, los caminos de la colonización, una saga maravillosa y única como la de la familia Herreros, la presencia del padre, venganzas, muertes, despojos, persecuciones, el campo y la ciudad. Manuel Mejía Vallejo es parte de una vasta geografía literaria como ha sido la antioqueña (fue la primera región en tener, en Colombia, identidad literaria y no con un solo escritor sino con un ramillete enorme desde la segunda mitad del siglo XIX).

Cuando la muerte llegó a tomarle las medidas, Manuel sabía que el olvido estaba lejos. Por eso sigue viviendo en cada lector.

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