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Marihuana para Santos

Reinaldo Spitaletta

17 de noviembre de 2014 - 02:36 p. m.

La marihuana más alucinadora que se fumó Daniel Santos, El Jefe, fue la del loco Alfredo, cultivador de la entonces denominada “yerba maldita”, en las playas o vegas del río Medellín, a la altura de Envigado. El plantío de marras era célebre en la década del cincuenta, porque el sembrador, además estupendo bailarín de mambo, tenía una “química” especial para abonar la barbajacobiana “legumbre” (que así la llamaba el poeta Darío Lemos): la regaba con alcohol y aguapanela.

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Dicen que la marihuana del loco Alfredo quedaba como para tumbar aviones. Y al Anacobero, que cantaba mejor cuando se fumaba un pucho, en una de sus venidas a Medellín (lo bautizaron el Jefe en el legendario bar Perro Negro, de Guayaquil) le contaron que la mejor “maracachafa” del mundo era la que cultivaban junto al río. Le dieron a probar y el puertorriqueño quedó fascinado.

Por lo demás, el loco Alfredo era un habitante de Bandera Roja, un barrio de Envigado, de una sola calle y cincuenta y dos casas, con historias de guapos, putas y matones, y que lo bautizaron así porque todos sus habitantes eran gaitanistas.

La marihuana, en los mismos cincuentas, fue un modo de contestarle a la sociedad goda y pacata de parte de los denominados camajanes. Estas figuras, que se vestían con extravagancias, de camisas de colorines, cuellos largos, zapatos golondrinos (negros y blancos), escuchadores de música antillana y tangos, tenían a la marihuana como un modo de protesta. Ellos no querían ser obreros, sino gozones. No al trabajo, sí a la fiesta, era una suerte de lema de estos personajes de barriada, que además eran extraordinarios bailarines.

En los sesenta, la marihuana, el hipismo, el rock, el cabello largo, entre tantos otros rituales y comportamientos, fueron parte de las juventudes. Y aunque estaba prohibida, y era todo un baldón social ser marihuanero, abundaban los fumadores de “la mona” (que así también se le decía), a los que, si las policía capturaba, les aplicaban el “treintazo” (treinta días de cana o cárcel). La guerra de Vietnam, que puso a protestar a miles de jóvenes norteamericanos, llevó la marihuana a la soldadesca gringa. No solo se les llevaba humoristas, como Bob Hope, o estrellas rutilantes como Marilyn Monroe, sino que se les permitía a los invasores estadounidenses fumar marihuana. Tal vez para que al cometer sus villanías, como las de la aldea My Lai, no sintieran mucha pena.

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Que la marihuana ha servido para todo: para crear carteles, como los que hubo en Colombia en los sesenta y setenta; para ponerla como asunto de desobediencia juvenil; para decir, en contra de los viejos avisos de parque, que la “yerba no se pisa, se fuma”. Y para que los norteamericanos, cuando supieron que dejaba muchas ganancias, legalizaran en algunos estados su uso y siembra, con lo que, además, le cercenaron el mercado a los exportadores de marihuana de Colombia.

Mujica, el extupamaro uruguayo, junto con el parlamento de su país, puso en manos del Estado la producción, venta y distribución de la marihuana. Y tal vez una de los métodos de reducir su consumo masivo sea ese: la legalización, que no debe limitarse a una nación, sino que debe ser internacional. Lo mismo podría ocurrir con otros estupefacientes. Puede ser la más efectiva manera de acabar con las mafias y de ir en contra de la guerra ajena en la que embarcaron los Estados Unidos a países como Colombia.

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Las prohibiciones, como la de la marihuana, el alcohol, la cocaína, etc., provocan corrupción y matonería. Pasó en Gringolandia, en los tiempos de la Ley Seca. Surgieron mafiosos como Al Capone, y, a la vez, legendarios perseguidores como Eliot Ness. El caso es que contra todos los intereses monetarios de países como Estados Unidos, la legalización acabaría con los barones de las drogas y su reino de violencia, y en países como Colombia, hasta con la guerrilla, que tiene al narcotráfico como una de sus principales fuentes de financiación.

Barba Jacob, de vida y aspiraciones profundas, cultivaba sus matitas de marihuana en materos. A diferencia de los soldados norteamericanos en Vietnam, el poeta era un marihuanero inofensivo. Hace años conocí al que pudo haber sido el marihuanero más viejo del mundo, Roberto, un zapatero eficaz al que la marihuana lo volvió una suerte de robot, que erraba por las calles de Bello, con su caminado de bamboleos. Producía temor en algunas señoras y seminaristas. Era, sin embargo, un ser pacífico.

Ahora que a la marihuana la han puesto en boga algunos tinterillos santistas (de Santos el malo), vale recordar a Daniel Santos, que cantaba mejor Virgen de medianoche, cuando se aspiraba un bareto, preparado con la hierba de un loco de Envigado.

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