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¡Marilyn, Marilyn!

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Reinaldo Spitaletta
06 de agosto de 2012 - 11:00 p. m.
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Tarde llegó a nosotros la plateada mona Marilyn.

Le ganaron de mano en aquella adolescencia de matinales y revistas de aventuras las primeras novias de celuloide que tuvimos en la barriada: Raquel Welch, Claudia Cardinale, Gina Lollobrigida y Sofía Loren. A la rubia, a la cual Dios todavía no le ha podido contestar el teléfono, la vimos primero en una estampa que tal vez papá llevó recortada de un viejo número de Playboy, y después en calendarios en la que ella era la más sensitiva pin up que el mundo haya visto. Luego siguió circulando de mano en mano en calendarios de bolsillo, que tipógrafos de Medellín imprimían para promover sus empresas.

El cine llegó después y entonces ya no nos pareció tan bella aquella chica a la que nadie ha superado en belleza y a quien la actriz inglesa Constance Collier llamó “una hermosa criatura”. La vimos en Niágara y en Los caballeros las prefieren rubias, pero nos seguía gustando más aquel fotograma de la película La tentación vive arriba, en el que la falda de Marilyn vuela sobre una rejilla del metro neoyorquino.

Marilyn, mujer fatal, ícono de cine, tartamuda y usuaria de Chanel número 5, no era, como alguien dijo, una actriz en el sentido tradicional. Todo lo que poseía de nacimiento, o sea, la presencia, la luminosidad, la abundante inteligencia “nunca emergería en el escenario”, según la frase de Miss Collier. Era como el vuelo de un colibrí: “solo una cámara puede fijar su poesía”.

Marilyn, la que ponía sus labios en “O” para perturbar al mundo, la misma que no cedió ante los acosos del macartismo estadounidense y siempre, al contestar a los esbirros del senador McCarthy, decía que su color preferido era el rojo, Marilyn, la que murió de soledades barbitúricas, es, tal vez, la única actriz de cine que ha adquirido, cincuenta años después de su muerte, la categoría de mito.

Cuando se llamaba Norma Jeane Baker, la misma criada en orfanatos, se casó a los dieciséis años, después de un enamoramiento a primera vista, con el que ella consideró después la única felicidad de su vida: Buchanan Glazer. Sus amores futuros, como el beisbolista Joe Di Maggio, o como el del dramaturgo Arthur Miller, o como el actor Marlon Brando, y sus devaneos con los hermanos Kennedy, no alcanzarían esa cumbre.

Marilyn, la de los ojos azulgrises y una belleza con la que “podía hacer daño”, antes de ser famosa les pedía autógrafos a Clark Gable y otras estrellas. Después, las filas para solicitárselos a ellas eran infinitas. Marilyn, esa “blanca sombra dorada”, que diría Pasolini, la misma de El príncipe y la corista, nos sigue perturbando. ¿Por qué? Tal vez por esas piernas que continúan asomándose por un sofá; o porque nunca pudo representar a Ofelia y todavía la soñamos en ese papel; o quizá porque esa diosa del cabello lustroso “como algodón de azúcar” (decía Truman Capote) a lo único que no tenía derecho era a morirse. Pero se murió para fundar un mito. Uno de los poemas que dejó escrito en un cuaderno, comenzaba así: “Tan alto llegó el pájaro en su vuelo / que ya no pudo decir ‘este es el cielo”.
Marilyn, espiada por Hoover, por la mafia, por John Kennedy, por la CIA, por su exmarido Di Maggio, llegó al fin de sus días en medio de sedantes y con la fama de poco gustarle el baño. Hoy, como ayer, es alimento de publicaciones sensacionalistas, inspiración de pintores y poetas, portada de revistas, motivo de biografías y el sueño húmedo de varias generaciones.

Marilyn, que era la mujer más triste del mundo, no pudo sobrevivir a un ambiente que se parecía más a un nido de víboras. Como lo dijo su exmarido, el autor de La muerte de un viajante: “Ella era una poeta en una esquina tratando de recitar entre una multitud que le arrancaba la ropa”. ¿Asesinada, suicidada?
El 5 de agosto de 1962, el mito, que ya había comenzado en vida, se echó a volar. Aquellos almanaques con una pin up de piernas atractivas y cabellos luminosos, más que despertar algún viejo deseo, nos hacen piantar un lagrimón, como en un tango.  

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