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Sombrero de mago

Matar a los civiles

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Reinaldo Spitaletta
08 de marzo de 2022 - 05:00 a. m.
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No es una novedad, pero igual duele: las mayores bajas en las guerras no son militares sino civiles. Hace años, en conversaciones domésticas, nos contaron una historia que tenía que ver con una atroz matanza de civiles en Checoslovaquia (hoy República Checa), en una población llamada Lídice. Mamá era una extraordinaria contadora de relatos de guerra y de paz, quizá por sus lecturas afanosas sobre la Segunda Guerra Mundial. En Medellín, como memoria del crimen de los nazis contra un pueblito arrasado, bautizaron al barrio Berlín con el nombre de Lídice.

La historia de cocina después la ampliamos en libros y también cuando vimos, en los setentas, una película sobre la Operación Antropoide. En 1942, militares checos entrenados en Inglaterra, realizaron una maniobra heroica, en la que atentaron contra Reinhard Heydrich, llamado el Verdugo, el Carnicero de Praga o la Bestia Rubia, uno de los “cerebros” de la Noche de los Cristales Rotos, contra los judíos en la Alemania nazi, en 1938.

La represalia nazi contra los checoslovacos fue espantosa. Escogieron la mencionada aldea de Lídice, asesinaron a todos los hombres adultos y a los adolescentes, al tiempo que deportaron a las mujeres y a los niños a campos de concentración, donde los gasearon. Sin embargo, no pudieron borrar la memoria de ese pueblo. En algunas partes del mundo se bautizaron lugares con su nombre, incluido Medellín. En esta ciudad, sin embargo, sí se olvidó Lídice y el barrio se sigue llamando Berlín.

Ahora, cuando la guerra vuelve a tocar sus clarines de horror, en particular con el ataque ruso a Ucrania, es necesario, además de recordar enormes alegatos contra las conflagraciones, sobre todo en el ámbito de la literatura y otras artes, no olvidar cómo los civiles han sido la “carne de cañón” y objetivo militar de las fuerzas en contienda. En todos los conflictos bélicos hay y hubo demostraciones de la barbarie contra la población civil, pero los más aterradores sucedieron en la Segunda Guerra Mundial.

Pudiéramos memorar, por ejemplo, cómo en Leningrado, durante la invasión nazi a la Unión Soviética, murieron de hambre y agotamiento un millón de personas, entre 1941 y 1944. O los padecimientos de muchos pueblos alemanes, cuando los bombarderos británicos y estadounidenses los arrasaron, tal como lo narra W.G. Sebald en su libro “Sobre la historia natural de la destrucción”. Siete millones de alemanes quedaron sin hogar y seiscientos mil civiles, de 131 ciudades y pueblos de Alemania, murieron.

Por esos mismos años de barbarie hubo otras matanzas en pueblitos europeos como Lídice. Una sucedió en Oradour-sur-Glane, en Francia, en 1944. Ciento cincuenta soldados nazis irrumpieron en ese villorrio, acusaron a la población de ser aliada de la resistencia y asesinaron a unas setecientas personas, incluidas familias de republicanos españoles refugiado allí. Mujeres y niños fueron quemados en una iglesia.

Son numerosas las visiones de espanto, como la de los niños aplastados en Nápoles, “la más desgraciada, hambrienta, abandonada y torturada ciudad de Europa”, como lo cuenta Curzio Malaparte en su extraordinaria obra Kaputt. O como la matanza de Marzabotto, en Italia, ejecutada por las Waffen-SS nazis contra la población civil, acusada de apoyar a los partisanos. Entre los 770 civiles asesinados también hubo cinco sacerdotes católicos.

La guerra, además de barbarie, es un lucrativo negocio, es distribución de poderes y demostración de fuerza. Irracionalidad. Inhumanidad. El hombre es el único animal que hace la guerra. Y es capaz de conducir al matadero a millones de personas, víctimas propiciatorias de una absurdidad. “¡Señor! La guerra es mala y bárbara; la guerra, / odiada por las madres, las almas entigrece; / mientras la guerra pasa, ¿quién sembrará la tierra?”, dice Antonio Machado en su poema “España en paz”, de 1914, cuando apenas despuntaban los desastres de la Primera Guerra Mundial.

En la guerra de Vietnam, que fue una agresión de los Estados Unidos contra un pueblo de arroz y heroísmo, los yanquis, entre tantas tropelías, cometieron una de ilimitada saña y espanto, la masacre de My Lai, documentada por el periodista Seymour M. Hersch. Ocurrida el 16 de marzo de 1968, soldados gringos violaron a las mujeres y las niñas, mataron ganado, incendiaron las casas, arrasaron la aldea y exterminaron a todos sus habitantes, unas quinientas personas.

El salvajismo contra niños de dos y tres años en aquella aldea vietnamita no tiene nombre: “Un soldado usó su bayoneta repetidamente sobre el cuerpo de un pequeño, y en un momento dado lo levantó en el aire, tal vez aún con vida, ensartándolo como si se tratara de una piñata de papel maché”, según le relató un militar al reportero Hersch.

En el conflicto Rusia-Ucrania están involucrados los intereses de todos los que han hecho guerras en el mundo y cometido toda suerte de villanías: Estados Unidos, Israel, la Otan, la civilizada Europa… La guerra (y más la de rapiña) rebaja al hombre a la condición de bestia (con perdón de las bestias). ¿Quién sembrará la paz?

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Conrado(86497)09 de marzo de 2022 - 12:41 a. m.
Nadie dice nada. Señor escritor si cambiara esos nombres por lugares colombianos y ejecutores,la diferencia es poca y lo llamarían mamerto
Eduardo(66587)09 de marzo de 2022 - 12:34 a. m.
"... la civilizada Europa" con su hegemonía epistémica y su democracia única que impone a sangre y fuego doquier.
Alberto(3788)09 de marzo de 2022 - 12:24 a. m.
Estremecedora, acertada y magnífica columna. Gracias, Reinaldo Spitaletta.
Victor(52867)08 de marzo de 2022 - 10:50 p. m.
Muy formativa la reflexión y con soportes bibliográficos valiosos. Sigo perplejo de haber tenido información sobre las masacres perpetradas por Paras en Col.: El Salado; S J. de Apartadó, y otras que sumarían unas 1350. En el más execrable terror de modo que para dentro funcionamos como Imperio y hacia fuera como país lacayo de las potencias OTAN. En fin: la pusilanimidad nuestra es emblemática
Josué(28060)08 de marzo de 2022 - 07:56 p. m.
Reinaldo: me parece que Lidice en Medellín no es o era un barrio sino una calle. A los niños del pueblito minero Lidice no fueron a parar en campos de concentración, sino a hogares alemanes para un proceso de “germanización”, muchos de ellos pudieron reencontrarse con sus madres. Aquí los judios no tuvieron victimas. Muy buen artículo.
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