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Memoria y reconciliación nacional

Reinaldo Spitaletta

25 de abril de 2016 - 09:46 p. m.

En una guerra irregular tan prolongada y cruel como la que ha padecido Colombia, con agentes como la guerrilla, los paramilitares y el mismo Estado, la pregunta de “¿sí se podrá llegar a una reconciliación nacional?” puede tener respuestas radicales: las de los pacifistas y las de los que ven en el conflicto armado una fuente de rentabilidades económicas y poder político…

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¿Acaso será posible la paz sin una democratización real del país? ¿O sin que el sistema, fundamentado en la inequidad y las injusticias sociales, cambie de dirección y esencia?

En una situación de conflicto armado, como una expresión de los desbarajustes sociales, de las desventuras de un pueblo asediado por todas las miserias, lograr al menos acercamientos entre los discordantes puede ser una esperanza para pensar en las soluciones de fondo. Pero es apenas una iniciación, un despegue, hacia el largo camino de sembrar en el país los “modos” para que todos alcancen la vida digna, la plenitud de los derechos, el bienestar colectivo.

Los procesos de solución política y negociada al conflicto deben (o debieran) llevar a los habitantes del martirizado país, a pensar que las manifestaciones bárbaras y deshumanizadas, de esta ya larga guerra, están ancladas en las fisuras y defectos de un orden social y político, que en Colombia ha sido impuesto por minorías exclusivas y sufrido por gentes a granel.

Tal vez, los sectores más guerreristas de la sociedad, los que creen que las contradicciones sociales de un país agrietado en sus fundamentos históricos y filosóficos, como Colombia, se resuelven a punta de bala, son los que se aferran a la tradición de poder que dice: “los de arriba, arriba, y abajo, los de abajo”. Y que entonces no hay que ceder nada. No hay que cambiar nada. Dirán, por ejemplo, que la tierra no es para quien la trabaja, que esas son vainas de comunistas, y que ellos, los privilegiados, son parte de un “destino manifiesto”.

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Colombia, con una larga historia de exclusión, ha sido ámbito de sectarismos y “guerra sucia. No ha habido cultivo del disenso, del pensamiento distinto al oficial o al de los poderosos. Más bien, aquel que tiene una concepción diferente a la conservadurista es visto como enemigo, como un peligroso contradictor que debe ser callado, borrado. El orden dominante no los admite. Y esta situación, de larga duración, ha tornado al “país” en un infierno, sin posibilidades de deliberación ni debate. Con una democracia de pacotilla, montada con apariencias y cambalaches para que, como en la novela de Lampedusa, todo siga igual.

Dentro del ejercicio atroz de la “guerra sucia” han estado, entre otras tácticas, los fraudes electorales, los “falsos positivos”, los desplazamientos forzosos, los asesinatos selectivos y un largo catálogo de infamias, que han producido un reguero de miles de víctimas y mantenido el statu quo de encumbrados sectores sociales.

El conflicto armado colombiano, degenerado hasta los tuétanos, en el que el narcotráfico comenzó a intervenir en los ochenta, con financiación para el paramilitarismo, pero, a su vez, con alianzas y relaciones con las guerrillas, ha alcanzado topes intolerables. Sobre todo, porque los millones de víctimas o siguen en el olvido, tragándose sus sufrimientos, sin reparación, sin promulgación de la “verdad”, sin historia; o porque se volvieron paisaje. Y a nadie, o a casi nadie, les importan los cinco millones de desplazados, los sin tierra, los desconectados, los que han sido carne de cañón…

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Siendo abundantes, las víctimas continúan siendo invisibles. Aunque ya algunos procesos de memoria (como los realizados por el Centro Nacional de Memoria Histórica) han logrado avances en la visibilización y en la expansión de los relatos de los que han sufrido los espantos del conflicto armado colombiano. “El daño que se le hace a una víctima se le inflige a toda la humanidad”, dice un aparte del informe ¡Basta ya!, de la mencionada entidad, que dirige el historiador Gonzalo Sánchez.

La pregunta de si es posible una reconciliación nacional en Colombia tiene respuestas complejas. Además de la falta que hacen las transformaciones de los paradigmas de una larga mentalidad de violencias y desafueros, es clave diseñar, más allá de los diálogos y acercamientos de paz, estructuras que permitan el acceso a la dignidad y la cultura, a la equidad y la justicia a la población, que, en últimas, es la que ha sufrido los desmanes de los actores de la guerra y del sistema que los engendró.

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