Santos no era (no es) ninguna pera en conserva (o sí, pero en mermelada), más hiel que miel, una ficha del neoliberalismo, con todas las implicaciones que tal denominación representa. Que para las demostraciones del aserto hay botones de muestra a granel. Sus “locomotoras” fueron contra el interés nacional, en especial en los rubros de la minería y la agricultura, como la feria de Isagen y otras ferias sin animosidades de carnestolendas.
Ni hablar de los tratados leoninos de libre comercio, cuyas consecuencias nefastas se sienten en industrias nacionales y en el trabajo. La corrupción en su gobierno, que alcanzó putrefacciones de cadaverina, se puede asociar con Odebrecht, Reficar, con la continuación de corruptelas de su antecesor, con un modo de obtener, como en los tiempos turbayistas, las adecuadas proporciones de ese cáncer que hace años degenera y corroe al país político.
Ah, sí. Su gobierno tuvo un acierto, el del desarme de una guerrilla veterana, que desde hacía más de 50 años protagonizaba un violento enfrentamiento con el Estado. Así que no hay muchas cosas por las cuales extrañar los ocho años de Santos, un personaje camaleónico que se supo mover a su antojo y con sumisión en los gobiernos de Pastrana y Uribe. Con este último compartió, entre otras infamias, los denominados “falsos positivos” o crímenes de Estado.
Sin embargo, el gobierno entrante, y siguiendo una extraña tendencia colombiana que el presidente que llega es peor que el que se va (por lo menos pasa desde el Frente Nacional), el de Duque no es una excepción en las prácticas neoliberales, entreguistas y de darles duro a los trabajadores y los movimientos sociales. Es una continuación funesta del anterior, pero todavía más peligrosa por el ejercicio del “mesianismo autoritario” de su protector. O titiritero, como lo dicen en los cotarros de cafetín.
Lo que se vio en la posesión presidencial es ya una muestra a escala de lo que adviene. Detrás (o delante) del figurín está la pandilla. Esa misma que, gracias a las audacias de una reportera, quedó en evidencia, con pasabocas y todo, de su carácter y calaña. Así se mostró la aprobación de la ordinariez de un peón uribista, cuyo discurso fue calificado por el “patrón” como “necesario”. Y de cómo una sota de bastos de la logia dijo que esa perorata era clave porque “si no, todo lo que está pasando nos lo van a achacar a nosotros”.
Y por supuesto hay que achacárselos, porque en lo “fundamental” apoyaron todas las políticas neoliberales del presidente saliente y comieron del mismo plato de la mermelada o chistaron porque no les daban más. Sepulcros blanqueados, diría una señora del vecindario.
Y lo que ha llegado no es solo la repartición de mermeladas y otros almíbares, sino peor: la resurrección del Frente Nacional. Además de los ya casi extintos partidos tradicionales (en rigor, están muertos, solo que no los han enterrado), está unida al nuevo presidente una serie de banderías melancólicas, que producen cólico, dispuestas a ponerse de hinojos ante las canonjías que ofrece el poder.
Y ante los lambones que dicen que no es hora de oponerse a un presidente que apenas lleva una semana en palacio (o Casa de “Nari”), es bueno recordar, por ejemplo, que a quien nombró como ministro de Hacienda es una ficha clave, un reyezuelo de las políticas neoliberales, como que por su ejercicio en el primer gobierno de Uribe dejó marchitas empresas públicas (liquidó el Banco del Estado, Telecom, Ecogas…) y volvió “chicuca” a los trabajadores. Qué se puede esperar de un ministro que ha dicho que el salario mínimo en Colombia es “ridículamente alto”.
El rol de la oposición, no solo al Gobierno, sino al régimen, al sistema de inequidades e injusticias, es fundamental para la organización del aporreado pueblo en sus luchas reivindicativas, en sus resistencias ante la conculcación de derechos y contra la represión oficial a sus reclamos. Es un momento singular para expresar cuestionamientos a un modelo económico excluyente, basado en la explotación y humillación de la mayoría, que busca solo el beneficio de unos pocos sin satisfacer las necesidades de todos.
En efecto, es una coyuntura histórica para promover el ejercicio de la protesta y renovar la movilización frente un Gobierno que pretende descargar sobre los hombros de los trabajadores todo el peso de reformas antipopulares. Ah, y como para no dejarle al viejo Marx todo lo que tiene que ver con la actitud (y aptitud) de la oposición, termino con una frase del ya no tan joven Groucho Marx: “Todavía no sé qué me vas a preguntar, pero me opongo”.