Alguien dijo que las utopías sirven para caminar.
Abrevar de las utopías, aunque a veces es viajar al pasado, como lo hace el Quijote y su añoranza de la Edad de Oro, es enfrentarse al futuro, que hoy, como va el mundo, parece más del consumo, de los bancos, de las transnacionales, de la destrucción ambiental y de la apertura de anchas brechas entre ricos y pobres.
Los políticos, en general, más parecen seres dedicados a la mentira, a la ambición personal, a la mezquindad del poder y a las vanidades, que al bien común.
Algunos, como es fama, hacen parte de la historia universal de la infamia. Sus métodos son propios de la corruptela y el engaño. Y cuando menos, tienen a sus espaldas la causa de múltiples enfermedades sociales. Cuando terminan un período de poder, están graduados de demagogia y desafueros. Y como suele pasar, casi todos caen para arriba.
No sé si este sea el caso de un político como José Mujica, el presidente, mejor dicho, el expresidente uruguayo, que acaba de terminar su período. El exguerrillero, que sufrió prisión de más de doce años en su país, que recibió seis balazos en enfrentamientos con el Estado, que junto con otros dirigentes como Raúl Sendic fue rehén de la dictadura uruguaya de los años setenta y sometido a torturas, se convirtió en presidente de la república hace un lustro y ahora, en calidad de exmandatario, seguirá viviendo en su modesta chacra, en la misma que habitó cuando era primer magistrado, sin corbata, sin limusinas, con su viejo escarabajo Volkswagen. Con certeza, su paso por la casa de gobierno montevideana no lo enriqueció. Ni lícita ni ilícitamente.
A diferencia de muchos mandatarios, don Pepe Mujica, de casi ochenta años, salió tan pobre como entró, y no lo enloqueció el poder. Ni ferió el Estado. Ni vendió su país a los intereses extranjeros. Quizá le faltaron asuntos por cumplir en Uruguay, pequeño país al que puso como estandarte de la decencia, pero su ejercicio presidencial fue limpio. El noventa por ciento de su sueldo lo donó a fundaciones de servicio a los pobres. “La codicia individual triunfa sobre la codicia superior de la especie”, dijo en un célebre discurso en las Naciones Unidas. “Nuestro deber biológico —agregó— es por encima de todas las cosas respetar la vida e impulsarla, cuidarla, procrearla, y entender que la especie es nuestro nosotros”.
El tipo se las traía. Acertó, pese a lo que pareció un descalabro verbal, cuando dijo que los de la FIFA eran una “manga de viejos hijos de puta”, tras la sanción al jugador uruguayo Luis Suárez, que mordió en el pasado Mundial de Fútbol a un jugador italiano. La legalización de la marihuana en Uruguay, una medida polémica, lo hizo ver como un hombre sensato, opuesto a los grandes intereses del narcotráfico mundial. “La única adicción saludable es la del amor”, dijo.
Con el matrimonio gay, el gobierno de Mujica aportó a las libertades y la inclusión. “El matrimonio gay es más viejo que el mundo. Tuvimos a Julio César, a Alejandro el Grande. Dicen que es moderno y es más antiguo que todos nosotros… No legalizarlo sería torturar a las personas inútilmente”, dijo para justificar la controvertida disposición, que antes que en su país ya había sido aprobada en Argentina.
Mujica, que a veces se apareció de sandalias y ropa informal en reuniones de alto turmequé, enfrentó a la poderosa Phillips Morris, que se oponía a las medidas antitabaco uruguayas. También despenalizó el aborto voluntario. Mujica, más que un presidente con aires de grandeza, parecía y parece un ser del común, despojado de las fatuidades y arribismos que se dan en la mayoría de políticos del mundo.
“No soy pobre, soy sobrio, liviano de equipaje, vivir con lo justo para que las cosas no me roben la libertad”, dijo Mujica, en señal de su oposición al consumismo y como parte de su ética. Su mandato terminó con un sesenta y cinco por ciento de aceptación popular. “La política no es gerenciar, el pueblo no es una fábrica; la política es conducir”, les señaló a algunos de sus críticos.
Mujica, que terminó su mandato con el mismo carro, el que le donaron unos amigos, combatió la economía sucia, el narcotráfico, la estafa, todos los fraudes y la corrupción, a las que llamó “plagas contemporáneas”. Un señor sin corbata que enseñó una lección de ética.