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Murió la caliente Salomé

Reinaldo Spitaletta

13 de mayo de 2014 - 02:25 a. m.

Cuando para alejarme del basurero en que se ha convertido la política colombiana, estaba repasando la novela-diario Salomé, de Fernando González, me llegó la noticia del cierre en Bogotá de Salomé Pagana.

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Quizá el fin de un bar de salsa y rumba “con criterio” no sea para echarnos a llorar, como si se tratara, por ejemplo, del derrumbe del teatro de la ópera, o incluso, de la clausura de un emblemático café como El Automático, pero sí da morriña. Y hasta saudade, estimado César Pagano.

La idea de Europa, o una parte de su presencia, según George Steiner, radicaba en la existencia del café. Desde los tiempos de la Ilustración, ese espacio de conversación y debate, se convirtió en eje de la cultura. Filósofos, agitadores, artistas, polemistas, acudían al café a escribir, leer los periódicos, poner en evidencia las situaciones sociales y del pensamiento. De Inglaterra a Rusia, el café era un sitio para intercambiar ideas en torno a una botella de vino o un pocillo de café caliente.

En los albores de la revolución francesa, el café fue clave para la transformación de la vida pública de los ciudadanos. Se erigió en oposición al recogimiento privado de la corte. No solo la literatura, la filosofía y la política convocaban a los tertuliantes, que en aquellos tiempos, en los cafés parisinos, eran, entre otros, Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Robespierre y Diderot, sino el juego de ajedrez. El café en Europa, centro de pasiones y pensamiento.

Pero volviendo al tema, estaba, en efecto, leyendo al Loco de Otraparte, cuando me enteré de que la noche bogotana se quedaría sin un lugar en la que el bolero convivió con el guaguancó, y en la cual las voces de artistas, bohemios, curiosos y habitantes de la nocturnidad, se reunían a conversar en medio de sones caribes. Y de pronto, como un relámpago, me detuve en una frase: “Colombia es país de malas pasiones. Ninguna ciudad tan vil como Bogotá”. Lo escribió en Marsella, en 1934, el todavía joven (tenía 39 años) Fernando González.

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La Salomé de González, una gata en celo, caliente, propia para las metáforas; la Salomé Pagana, igual de caliente, apta para el encuentro de los ritmos cubanos, neoyorquinos y portorriqueños; para la clave y el tambor, para conversar, con el campaneo de fondo de un cencerro. La Salomé de González, la aulladora, la que contribuyó a que él dijera que el hombre es triste después del coito, también tiene cafés a los que el escritor va para intentar suprimir amor y odio, que “son instintos animales”.

La Salomé de César Pagano se ha ido, con sus músicas de la noche, a reposar en la memoria de los concurrentes. Quizá, como lo advirtió el musicólogo cubano Cristóbal Díaz Ayala, le pase lo que al Moulin Rouge. Cuando lo cerraron, la presión de los parisinos obligó a su reapertura. El cuento es que Salomé se murió (por lo menos temporalmente, a lo mejor sea un estado de catalepsia) porque la zona rosa, donde estaba, se deterioró por la inseguridad, el mercado y consumo de drogas y por las riñas que se arman en sus calles.

César Pagano, el medellinense que hace años también tuvo en el parque de El Poblado su goce pagano (algunos guasones decían “goce pagando”, porque sus precios no estaban al alcance de los de las comunas populares), hizo gala de ser, como dice una de sus “chapas”, el Stalin de la salsa, en los tiempos en que, según él mismo, “tenía mucha clientela y mucha soberbia”.

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González, el de Envigado, escribió su novela-diario en los días del estafador Stavisky (el mismo que se menciona en el clásico tango Cambalache (1935), de Discépolo). Con su gata es capaz de mostrarnos las altas y bajas pasiones. De advertirnos sobre la bajeza de los europeos y las bellezas de los senos turgentes de Toni (la francesita de nariz judía que aparecería luego en su novela El Remordimiento), y decir, también, que ama a Bogotá desde el fondo de su corazón.

Quizá Bogotá se haga más vil con el cierre de Salomé Pagana. Ya pertenece a la historia de la noche capitalina. No sé si Pagano, cuando mimeografiaba con un socio suyo novelas de García Márquez, Vargas Llosa, Jorge Amado (que le vendió por un dólar sus derechos “para que no hubiera problemas”), Carpentier y Cortázar, “piratiaría” a Salomé, la del pensador envigadeño. De todos modos, una y otra eran gatas calientes, con nombre de mujer fatal. Honor a su memoria.

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