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Los premios, como lo pudiera decir Perogrullo, son buenos para quienes se los ganan. Y después, que vengan las críticas, los desacuerdos, la revelación de conjuras, roscas, intereses creados, los rechazos, en fin.
El testamento de Alfred Nobel, inventor de la dinamita, dice que el Nobel de la Paz se otorgará “a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz”.
Muy filantrópica la intención del fundador de los Nobel. Pero en la historia de los mismos, en particular del de Paz, hay unos desaciertos que contradicen la filosofía originaria del galardón. Así como una vez en Literatura se lo dieron a un personaje que poco o nada tenía que ver con el arte de las letras (Winston Churchill), el de la Paz se lo han conferido a turbios individuos o genocidas abiertos, como Henry Kissinger o Menahem Begin.
No deja de ser increíble, por ejemplo, que el Nobel de la Paz se lo hayan ganado presidentes de los Estados Unidos como Theodore Roosevelt, guerrerista mayor, el que promovió la separación de Panamá de Colombia y perfeccionó el intervencionisno yanqui en otros países. El mismo “cow-boy” que se apoderó de Guantánamo y llevó a abusos inimaginables la política de expansión del imperio. Un personaje cuyos principios estaban fundamentados en el uso del garrote.
Tampoco deja de ser contradictorio que se lo otorgaran a Thomas Woodrow Wilson, continuador del intervencionismo en otros países y promotor de la participación de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Wilson, como se recuerda, convirtió al pueblo estadounidense de ser un amante de la paz en un histérico patrocinador de la guerra. Y todo con base en la propaganda diseñada por el presidente y la Comisión Creel. De un momento a otro las turbas americanas querían ir al frente a acabar con todo lo que oliera a alemán.
De milagro no se lo dieron a Bush. Se sabe que se lo ha ganado gente con méritos, como sucede con otros premios. Y ahí, por citar a algunos, están Pérez Esquivel, Martin Luther King y Rigoberta Menchú. Como también hay luchadores ejemplares por la paz que no figuran entre los favorecidos con la distinción.
Barack Obama, ganador del Nobel de la Paz, prometió en sus discursos de campaña la disminución del arsenal nuclear, la rebaja de los niveles de contaminación y de otros factores que han venido destruyendo el planeta. Cuando llegó a la Casa Blanca parece que lo invadió un ataque de amnesia.
Y siguiendo la línea de su espantoso antecesor, prosiguió con la invasión a Irak, con más soldados en Afganistán, con más apoyo a Israel y más presiones contra Irán y otros países. Y qué decir del golpe de estado en Honduras y del acuerdo con Uribe para implantar siete bases militares gringas en territorio colombiano. Que se sepa, no son actividades para la paz sino para la expansión y control de los Estados Unidos en distintas partes del mundo.
No se puede creer que el Nobel de la Paz vaya a disuadir a Obama de continuar con una política exterior agresiva ni que ahora les dará buenos consejos al Banco Mundial y al Fondo Monetario para que sean más generosos con los países subdesarrollados. Es fama que los “consejos de los sabios del capitalismo han fundido las economías de nuestros países”, como apuntara un analista.
Decían por ahí que la diferencia entre Bush y Obama es que este último bombardea en nombre de la paz. Ah, cada uno sabe como disfrazar en sus discursos su esencia imperialista. Bush lo hacía en el sacrosanto nombre de la democracia y la libertad. Sin embargo, los hechos no se pueden camuflar. El Nobel de la Paz recayó esta vez en un lobo con piel de oveja. El testamento de don Alfred es letra muerta.
