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Encarnaba la risueña versión del diablo de Riosucio, con sus matachines y festejos tumultuosos, producto de una cultura popular que ahora es patrimonio nacional.
Cuando reía, era el diablo de carnestolendas el que lo hacía por él, con una risa genuina, que hacía que quien la escuchara riera a la par con aquel ser, defensor de la provincia y de la microhistoria: el señor Otto Morales Benítez, muerto hace poco en gracia demoniaca, con el diablote rumbero danzando a su alrededor.
No sé quién haya escrito más libros en Colombia que don Otto. En el cumpleaños 330 de la Villa de la Candelaria de Medellín, en noviembre de 2005, lo presenté en un evento académico. Cuando dije que el invitado era autor de noventa y ocho libros, de inmediato, con su risotada a cuestas, me corrigió: “Son ciento catorce”, dijo. Entonces repliqué: “ah, sí, pero son noventa y ocho los que yo he leído”, y las risotadas fueron mayores.
Si se le preguntaba sobre el Real de Minas de San Sebastián, conocido como Quiebralomo, el señor Otto se echaba una perorata de conocimientos sobre la minería colonial, postcolonial, sobre esclavos y cuadrillas, se iba hasta Marmato y Mariquita y Cartago, y el discurso estaba lleno de sapiencias acerca de la fundación de Riosucio, pero, a su vez, sobre la colonización antioqueña.
Si por algún acaso alguien le decía que hablara un poco de la guerra de los supremos, o de los conventos, en rigor la primera guerra civil después del nacimiento de la república, el hombre, que no tenía obras completas, sino repletas, según la conseja popular, se despachaba con un caudal de información que hacía que el oyente no pudiera ni respirar. Y hablaba de Azuero y Obando y José Ignacio Márquez y de la señora María Martínez de Nisser. Contaba, por ejemplo, cómo se perseguía a los periodistas de entonces, por ejemplo, a Miguel Azuero y Fernando Nájera, directores de El latigazo, y de cómo recibieron castigo: empedrar las calles de Bogotá y llevar al cementerio a soldados muertos por la peste de viruela.
Don Otto, intelectual liberal, que a los diecinueve años, cuando era estudiante de la Universidad Pontificia Bolivariana, comenzó a dirigir en Medellín el suplemento Generación, de El Colombiano, en el que introdujo nuevas voces, crítica literaria y ensayo, dejó huella allí, porque para él lo importante era la ilustración y el conocimiento por encima de criterios políticos o de directorios. Se destacó por sus aportes a la investigación de lo popular. Podía explicar asuntos de este tenor: por qué el Quindío es liberal y Manizales y en general Caldas, conservadora, y todo pudiera estar conectado con la colonización antioqueña, producto más de la pobreza que de otros factores.
El hijo de don Olimpo y doña Luisa, el muchacho que estudió en escuela pública, y tal vez por eso “no entendía de élites, ni de castas, ni de privilegios”, fue de todo en lo público, y lo único a lo que no llegó fue a presidente de la república, o de la republiqueta. Menos mal. Cuando renunció como comisionado de paz en el cuatrienio de Belisario Betancur, una frase suya se hizo célebre y todavía resuena en el país: “Los enemigos de la paz están agazapados dentro y fuera del gobierno”.
Otto Morales Benítez, muerto a los noventa y cuatro años, fue un tipo extraño, porque, como político y como intelectual, se hizo querer de todo el mundo. Por su risa, por su hidalguía, por su sencillez. Por sus conocimientos, de los que no alardeaba. No perdió nunca la capacidad de maravillarse por todo, que es propia de un niño. Uno de sus hijos señaló que su padre, como las estrellas novas, se extinguió para seguir brillando.
Miembro de la “República Carnavalesca”, con ancestros diabólicos, de diablo bueno, gozoso y bailador, Morales Benítez fue un adorador de la palabra. Y supo de indios y negros y mestizos, y de los perfumes del cerro del Ingrumá. También supo del realismo maravilloso de los pueblos, donde podía aparecer un experto en machetes, como Jesús Reyes, figura legendaria de Riosucio, y del que don Otto siempre hablaría con asombro.
Sí, el viejo Otto es una estrella que se apagó para seguir brillando. Su tumba se estremecerá con esa carcajada desmesurada, a la que le hará coro la del diablo del carnaval.
