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Aunque ya deberíamos recogerlo en el silencio (como diría el pensador Fernando González, el de Envigado), a Fernando González Pacheco, el rey de la farándula colombiana, todavía le quedan páginas de periódico y espacios radiales y televisivos para hablar de su trayectoria, glorias y pecados, si es que los tuvo. Por estos días, cuando les puse a mis alumnos a leer una nota del finado animador, sobre por qué quería tanto a Colombia, una chica me dijo: “No más Pacheco, por favor”.
Leí por encimita algunos mensajes en las redes sociales sobre la muerte del polifacético hombre de televisión, y todos decían que el tipo había sido parte de la infancia de los que allí se manifestaban. Para mí, no. Porque, entre otras cosas, en casa no hubo aparato de televisión, y este llegó, porque un mi hermano se lo ganó en una rifa, cuando yo tenía 21 años. Y no era de los que iba al vecindario a ver TV. Aunque, desde 1957, Pacheco ya aparecía hasta en la sopa en los hogares colombianos.
Confieso que poco vi sus programas, de decenas que el hombre animaba. Pero sí aprecié algunas, no sé cuántas, de sus entrevistas de “Cita con Pacheco”, y, en efecto, era un buen entrevistador, creo. Pero lo que quiero decir en esta columna es que Pacheco, su figura amable, hasta la lora en su hombro pidiendo gelatina, estuvo conectado con tanta gente, con niños y adultos, en medio de un país de violencias y desamparos.
Empezó a aparecer en la “televisora” en 1957, cuando Rojas Pinilla (precisamente el que trajo la TV a Colombia en 1954) todavía fungía como dictador y ya estaba cayendo en desgracia con los mismos que lo montaron en el poder. Dicen que la televisión, así como unos años antes la Vuelta a Colombia, se instaló para distraer a la gente, para que el baño de sangre que ahogaba al país fuera menos evidente.
La fama del español-colombiano, del cordial hombre que le sacó plusvalías a su cara fea, iba creciendo en los días del Frente Nacional, un período de exclusiones políticas y de exclusividad para liberales y conservadores. Era el pacto suscrito por Lleras Camargo y Laureano Gómez, para que los dos partidos tradicionales se alternaran en el poder (1958-1974). Van a ser los días del nacimiento de guerrillas como el Ejército de Liberación Nacional (con curas como líderes) y las Farc. Son los tiempos de los bombardeos a Marquetalia y de la palabra fogosa del padre Camilo Torres.
No sé cómo eran las noticias de televisión de entonces, y si informaban acerca de los desterrados, de los bandoleros, de los asaltos bancarios, de los despidos de trabajadores, o sobre la masacre de los mismos en Santa Bárbara, por ejemplo. Pero en la televisión estaba el señor de la risa fácil, al lado de payasos y niños; de músicos y artistas de otros programas, como los de Yo y Tú, según supe después. Y mientras sucedía un fraude electoral contra el antiguo dictador devenido candidato presidencial de “los pobres” (el mayor fraude comicial de la historia colombiana), Pacheco salía en la pantalla para hacer gozar a los televidentes.
Y pasó el movimiento estudiantil de 1971, y Pacheco ahí, con su gracia y sus gracejos. Torero, paracaidista, futbolista, cantante, patinador, boxeador, bailarín, un auténtico bufón. Y pasó el Frente Nacional, y pasó el M-19, que se anunció como un purgante o un detergente, en sus publicidades de expectativa. Y pasaron López y su mandato de represión y demagogia, y Turbay y su Estatuto de Seguridad, y Belisario con su proceso de paz y su desastre del Palacio de Justicia. Y pasó Bateman Cayón, que secuestró precisamente a Pacheco en julio de 1981 para enviar un “mensaje de paz” al gobierno turbayista.
Y hoy, también ha pasado el rey de la televisión colombiana, querido por reinas de belleza y muchos niños que ya no son, y malquerido por unos que, al amenazarlo, lo forzaron a exiliarse en Miami. Murió, marginado por los dueños de la TV nacional. Y dicen que llorado por muchos que lo conocieron en sus horas de brillo.
Y en este punto, vuelvo con Fernando González Ochoa: “el fin del hombre es dormirse en el silencio”. Sin duelos, dejemos dormir al gran Pacheco en la fiesta silenciosa de la muerte.
