Sombrero de mago

Pasiones y sinrazones del fútbol

Reinaldo Spitaletta
01 de noviembre de 2022 - 05:01 a. m.

Una de las imágenes que conservo del relato de un aficionado al fútbol, gran conversador, es la de un albañil al vuelo rumbo al asfalto cuando finalizó el partido en que Uruguay derrotó a Brasil en el llamado Maracanazo. El hincha de la auriverde se lanzó desde lo alto de un edificio porque le pareció, es probable, que para él ya nada en el mundo era importante. Así pueden ser —y son— las expresiones de la fanaticada de un deporte en el que no cabe, por ningún motivo, la razón. Solo hay espacio para las emociones, los sentimientos. La pasión.

La razón no es un ingrediente principal —ni imprescindible— en la formación y carácter del llamado “hincha”, término originado en Uruguay (recuerda a un utilero del Nacional de Montevideo, encargado de “hinchar” los balones, además de animar con su vozarrón a los futbolistas). El estadio, en una suerte de comunismo de ficción, iguala al ilustrado y al ignorante, al médico y al lustrabotas, al vendedor de jugos y al filósofo… El fútbol, que Javier Marías llamaba la “recuperación semanal de la infancia”, está hecho para sentirse y no para racionalizarse. Es una fiebre a cuarenta grados.

El “extranjero” Albert Camus decía que en los únicos lugares donde se sentía inocente eran el teatro y en un estadio lleno en un partido dominical. El fútbol, que hace años perdió su espíritu de amateurismo y hoy es parte de las astronómicas ganancias del capitalismo mundial y boyante negocio de una transnacional como la FIFA, se inventó para que la vida tuviera (en particular la de los hinchas) momentos cumbre de felicidad o de honda tristeza.

Ahora, ad portas del Mundial de Fútbol de Qatar, país de plusvalías a granel, y cuando se conocen denuncias de la violación de derechos a trabajadores migrantes encargados de construir estadios y otras infraestructuras, volvemos a memorar cómo un deporte, al que un académico francés denominó hace años “la inteligencia en movimiento”, ha sido utilizado por distintos poderes, que le han borrado su esencia de divertimento universal y despojado de su presunta inocencia. Son numerosas las injerencias de la política en la manipulación del deporte, en particular del fútbol.

Ya son lugares comunes de la historia recordar a Mussolini y sus “malos oficios” en el campeonato mundial de 1934, comprar árbitro e intimidar jugadores fueron de las maniobras menos escabrosas del Duce. Y tornan a la memoria los detalles de aquel partido histórico y espeluznante entre presos ucranianos y soldados nazis (los comunistas ucranianos aplastaron el orgullo pangermánico), en los días nefastos de la Segunda Guerra Mundial, sus campos de concentración y toda su barbarie. Todavía se escuchan los quejidos de los torturados por la dictadura de Videla, mientras los aficionados cantaban los goles de la selección de Argentina en 1978.

El fútbol, conocido también como el nuevo (ya no tan nuevo) opio del pueblo, tiene, en contraposición a los malos usos del poder para degenerarlo y manipularlo, momentos cumbre en los que, se quiera o no, la política, o al menos unas extrañas expresiones de la misma, se manifiestan en un partido. Sucedió en México 86, cuando el genio Maradona, en el partido frente a Inglaterra, cobró “por ventanilla” la muerte de decenas de soldados argentinos en la guerra de Las Malvinas. Un gol con la mano (la Mano de Dios lo bautizaron, en una declaración nada atea) y el otro, el mejor hasta ahora de cualquier Mundial, con la demostración increíble de un superdotado.

Al Mundial de Qatar, próximo a iniciarse, ya lo denominan el “Mundial maldito” o la “Copa Mundial de la vergüenza”, como la calificó Amnistía Internacional. Hay denuncias por distintas violaciones a los derechos de los trabajadores, con maltratos, humillaciones y otras agresiones a obreros, casi todos migrantes. “Una de las empresas que contratan trabajadores para el proyecto del estadio Jalifa somete a trabajo forzado a sus empleados. Quienes se niegan a trabajar debido a las condiciones son amenazados con deducciones de la paga, o con ser entregados a la policía para su expulsión sin recibir el sueldo que les corresponde”, es una de las múltiples denuncias.

De acuerdo con informes del periódico inglés The Guardian, en los últimos diez años “más de 6.500 migrantes de la India, Paquistán, Nepal, Bangladés y Sri Lanka han muerto para edificar las instalaciones que albergarán a los atletas y a los aficionados en el Mundial de Qatar”. Entre tanto, la FIFA recibirá astronómicas utilidades.

El fútbol es, con todas sus desviaciones externas, una fervorosa, candente y desaforada ritualidad. Allí, en un estadio, es posible que el aconductado ejecutivo, que nunca ha pronunciado un hijueputazo, se desdoble y suelte uno o muchos contra el árbitro o contra un jugador. Y que el descreído invoque a todos los dioses de la victoria para que asistan a los jugadores de su equipo del alma. Puede pasar, como pasó, que un albañil brasileño decida arrojarse a la muerte por una derrota inconcebible de su selección.

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