Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Abundan por estas jornadas de febrero los cumplidos para los periodistas colombianos, parabienes, reconocimientos, tarjetitas y hasta maneras atrabiliarias de cooptación. El oficio, que para Albert Camus era el “más bello del mundo”, una hipérbole de fantasía, oscila por estos breñales entre la lambonería hacia el poder y los cuestionamientos bien documentados contra el mismo. El periodismo moderno, una creación de la Ilustración y otras racionalidades, sufrió en Colombia días de horrores en las calendas del narcoterrorismo. El martirologio de reporteros y editorialistas es largo y tendido.
Tenemos días para todos los oficios, profesiones y “lagarterías”. Hay día del estilista (nada que ver con aquel que dijo “el estilo es el hombre”), la secretaria, el médico, el abogado, el contador (¿de historias o de platita?), el celador (y seguro del carterista) y por aquí, desde luego, también del periodista. No sé a quién le dio por declarar el 9 de febrero como el Día del Periodista, en recordación de un ser más bien oscuro, que le rendía adoraciones a Fernando VII y editó desde el 9 de febrero de 1791 el Papel Periódico de Santa Fe de Bogotá. Sí, me refiero al cubano Manuel del Socorro Rodríguez, realista a más no poder.
Era bibliotecario, publicó otros periódicos, promovió una tertulia simplona (la eutropélica), en la que, ni por asomo, se hablaba sobre el mal gobierno ni nada que cuestionara las políticas de la Corona. “Una diversión como su director, ingenua e inocua”, según la escritora Rocío Vélez de Piedrahita. En su libro Bitácora de la infamia, el periodista Carlos Bueno indica que, más que el señalado Manuel del Socorro, el “padre del periodismo colombiano” debía ser Antonio Nariño, precursor del pensamiento, de la libertad, de la independencia. Se puede declarar, como también lo afirma Bueno, que el cubano oficialista tuvo una gracia: cerraba un periódico y abría otro.
Una “extraña” celebración que hubo como preliminar a la jornada oficial del Día del Periodista, ocurrió en Medellín el 3 de febrero. Muchos políticos, por no decir todos, creen que hay que tener a los periodistas domesticados, porque, sin estos, no es posible conseguir las simpatías de la grey. Hay que sobarlos, consentirlos, lisonjearlos, en fin, porque así solo serán parte de lo que algunos llaman “los mismos con las mismas”. Ese día, un presunto precandidato a la gobernación de Antioquia, Julián Bedoya, y su señora María del Pilar Rodríguez, organizaron una festividad para halagar a los periodistas, un “día inolvidable”, con regalitos como una tablet o un abono de 800.000 “barras”.
La reunión, con grupo vallenato incluido, en un pomposo restaurante, buscaba, además de agasajar reporteros, quizá con el fin de que se olvidaran que periodismo es decir lo que alguien no quiere que se diga, mantener contento a quienes podrían ser parte del redil del cacique: “Ningún político a un cargo uninominal, alcalde, presidente, gobernador, puede ganar sin el apoyo y la ayuda de ustedes”, les dijo Bedoya a los periodistas, de acuerdo con lo revelado por Mateo Isaza y Manuela Garcés, del portal El Armadillo.
Parece que al convocante de la fiesta le encanta tener a los periodistas como áulicos, no como críticos. Mantenerlos como corifeos, mas no como posibles cuestionadores de sus actos.
El festejante muy halagüeño y “sobador” les dijo a los periodistas allí congregados que él sabía de la importancia de la pauta publicitaria en los medios y, además, les contó que estaba preparando, con otros copartidarios y aliados, una “aplanadora” para aspirar a la Gobernación de Antioquia. Los de El Armadillo aclararon en su informe que no recibieron el “regalo” y evadieron las fotografías con Bedoya. A propósito, los manuales de estilo, ética y redacción de los medios (algunos sí lo advierten) deben consignar que un periodista no acepta dádivas u obsequios de las fuentes.
El gran escritor argentino Roberto Arlt, en una de sus notas de inteligente ironía, dice que “para ser periodista” (“no me refiero a los buenos periodistas, que son escasos; me refiero a las condiciones que se necesitan para improvisarse un mal periodista”) apenas se requiere saber leer y escribir, “una audacia a toda prueba y una incompetencia asombrosa” para ocuparse de cualquier asunto, aunque no sepa nada al respecto. Ah, y agrega que la sociología no sirve de nada en “la profesión de mal periodista”.
Creo pertinente recordar, por qué no, a Julius Fucik, periodista checo autor de Reportaje al pie del patíbulo, condenado y asesinado por los nazis. Dio lecciones de resistencia y dignidad frente a los poderosos. Escribió en papelitos, en medio de la tortura, una heroica lección de periodismo y humanidad, como bien lo señala al final de su vida: “Aquel a quien hice daño que me perdone, y al que consolé que me olvide. Que la tristeza no sea unida nunca a mi nombre (…) He vivido por la alegría y por la alegría muero, y sería un agravio poner sobre mi tumba el ángel de la tristeza”.
