Lo que ha sucedido con Claudia López, ex columnista del diario El Tiempo, no es un caso aislado de lo que viene ocurriendo en los últimos años en la prensa del país.
Su expulsión de las páginas de opinión del mencionado periódico hay que inscribirla en un proceso lento pero definitivo de la consolidación de un proyecto que tiene que ver con el acallamiento de opositores, la macartización de los mismos, el señalamiento –unas veces velado, otras abierto- de quien no está conmigo, está contra mí.
Dentro de las estrategias del poder están las de tener como caja de resonancia de sus intenciones, a los medios de comunicación. Utilizarlos a su antojo para convertirlos, a la postre, en propagandistas; en calanchines del príncipe de turno. Tales actitudes no sólo han ido reduciendo el espectro de la crítica en el país, sino que ha resentido dramáticamente al periodismo.
No es casual, por ejemplo, que hasta el Presidente de la República, haya acusado a periodistas de ser colaboradores del terrorismo. O que en ocasiones se sienta fastidiado con preguntas de reporteros y adopte la actitud de no contestarlas y decir “otra pregunta”. Hace parte de una especie de intimidación. Como quien dice hay que ir creando un ambiente acrítico, en el que todos sean parte del unanimismo. Tampoco ha sido gratis el asunto del “Estado de opinión”, en el de fundamentarlo todo en los sentimientos y pasiones de la masa.
Algunos comentaristas han recordado, con el episodio de Claudia López, cuando El Tiempo sacó de su plantilla de columnista a Lucas Caballero, Klim. El antecedente para el diario es, por supuesto, nefasto. Pero obedeció a la línea de ser ante todo, más que un diario liberal o conservador, un periódico gobiernista y oficial. A instancias del presidente Alfonso López, que no resistió los dardos inteligentes del columnista, El Tiempo lo despidió.
Hoy la situación es distinta. Hay que enmarcarla dentro de un contexto que ha reducido los espacios a la opinión independiente y, más aún, a los contradictores del poder. Es obvio que un medio de comunicación puede prescindir de periodistas, columnistas y colaboradores. En ello es autónomo. Lo extraño es que algunos de esos medios han ido excluyendo a columnistas y periodistas que mantenían una posición crítica frente a aspectos sustanciales, como decir la parapolítica, la corrupción, la reelección, en fin.
Para no ir muy atrás, el caso del periodista y columnista Javier Darío Restrepo se puede inscribir dentro de ese marco. Había criticado en múltiples columnas la gestión del presidente Uribe y expresado su preocupación por “la concentración de poder que implicaría una segunda reelección”. Restrepo tenía muy claro que “discrepar de un gobierno no convierte a una persona en terrorista, ni en cómplice de las Farc, ni en enemigo del presidente o de sus fervientes seguidores”. Sin embargo, en Colombia y en algunos de los medios disentir no es posible.
Lo curioso es que los medios que asumen tal actitud dicen que están renovando a sus columnistas. Bueno, están en todo su derecho. Pero prescinden, precisamente, de aquellos que han elaborado discrepancias frente al régimen. Y los van reemplazando por respetables señoras de costurero y té-canasta. Con lo cual van mostrando su auténtica catadura de no ser ni independientes ni democráticos. Además -casos se han visto- de que creen que defender la democracia es defender a ultranza al gobierno.
El caso de Claudia López y muchos otros más parecen inscribirse en un plan de silenciamiento de puntos de vista críticos, sobre todo de aquellos que enjuician los abusos y maniobras del poder. También hay que ubicarlo en la tendencia actual en Colombia de mezclar periodismo y poder (¿proxenetismo? ¿promiscuidad?), que, en últimas, como diría María Teresa Herrán, deja mal librado al periodismo.
Cuando el periodismo está al servicio del poder, se convierte en propaganda. En el país no solo se ha venido amordazando la opinión –asunto muy grave-, sino que se han envilecido los conceptos de libertad, independencia y democracia.