Hacen falta muchas cosas para conseguir la paz, sobre todo en un país guerrerista y abundante en inequidades (también en iniquidades).
Pero la dificultad no entraña necesariamente una imposibilidad, y el acercamiento del Estado con la guerrilla puede ser el albor de un proceso de más larga duración y en el que ambas partes tienen que ceder.
Pero además de los acuerdos con la guerrilla, se requieren hondas transformaciones en diversos ámbitos de la vida nacional. Puede ser una perogrullada, pero si no hay modificaciones, por ejemplo, en la propiedad y uso de la tierra, un factor de tensiones y múltiples conflictos, todo se quedará en un canto a la bandera.
Colombia, donde nunca ha habido reforma agraria, y solo algunos intentos de la misma se quedaron en “buenas intenciones” (de las cuales está empedrado el camino del infierno, dice el pueblo), la variable tierra se ha prestado para convidar a guerras y guerritas civiles; al alborotado siglo XIX, con presencia de gamonales y clientelas políticas, lo atravesaron distintas confrontaciones bélicas, cuyas raíces estaban en la tenencia de tierras, o en las ganas de adquirir más, y en las hegemonías regionales.
El bipartidismo, que junto con la violencia ha sido un elemento común para la dominación de unas cuantas familias sobre vastas franjas populares, promovió disputas territoriales que en muchas ocasiones se expresaron mediante las armas y, en otras, en lides comiciales. En estas últimas, el fraude ha sido un ejercicio ilegal, permanente y descarado, que en 1970 tuvo una de sus más aberrantes prácticas. Agregado a otras situaciones, el fraude contra la Anapo (el partido del exdictador Rojas Pinilla) dio como resultado la conformación de un grupo guerrillero (el M-19), con el cual años después se suscribió un acuerdo de paz.
El despojo de tierras, los asedios a campesinos propietarios de pequeñas parcelas, la violencia que el bipartidismo alentó, en especial en la segunda mitad del siglo XX, produjo la aparición de movimientos campesinos de autodefensa y la conformación de la guerrilla liberal del Llano. Después, entrados los sesentas, y tras los bombardeos a las zonas que un político conservador denominó “repúblicas independientes”, surgieron las Farc y, casi simultáneas con ellas, el Eln y el Epl.
Pero más allá de la irrupción de grupos insurgentes, el Estado colombiano, tantas veces ausente en buena parte de la geografía nacional, nunca resolvió las necesidades básicas de la población. Dominado por la oligarquía liberal-conservadora, el ejercicio del poder dejó al margen del progreso y de muchas reivindicaciones sociales a la mayoría de gente. Más bien, algunas de estas últimas se dieron gracias a las luchas obreras y campesinas, y, también, a la presencia beligerante de los estudiantes, que en 1971 derivó en el más amplio movimiento de esta naturaleza en la historia del país.
Durante largos períodos, a las movilizaciones populares en pro de mantener o no dejarse arrebatar derechos, se les ha contestado con represiones, desapariciones, amenazas, desplazamientos forzados, falsos positivos y otros modos del terror oficial. Así que no ha habido de parte del Estado un cultivo de la paz sino de la guerra.
La llegada del neoliberalismo, modelo que empobreció a los más pobres y enriqueció a los más ricos, que ha tenido en Colombia consecuencias nefastas como la quiebra de industrias nacionales (recordar la “bienvenida al futuro” del presidente César Gaviria y lo que después concretaron sus sucesores hasta hoy), agudizó las brechas sociales. La feria de privatizaciones, la entrega de sectores como el de la salud a grupos financieros, el recorte de derechos laborales y otras tropelías, no han hecho otra cosa que desactivar las bases de la paz y la justicia social.
A todas las desgracias de los campesinos colombianos, se les agregó la aparición y consolidación del proyecto paramilitar que con el pretexto de combatir la insurgencia, montó un reino de terror (en alianza con el Estado y sus fuerzas armadas, además de los partidos tradicionales) y se quedó con gran parte de tierras.
Además de los acuerdos de paz con un grupo guerrillero, se requiere que los privilegios se repartan; que se democratice la propiedad de la tierra; que en efecto se haga una reforma agraria (¿el censo agrario abrirá una posibilidad?); se necesita una transformación del mundo del trabajo, de la cultura y la educación. La vieja canción no se equivocaba: hacen falta muchas cosas para conseguir la paz.