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Sombrero de mago

Promesas electorales y otros bazares

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Reinaldo Spitaletta
24 de mayo de 2022 - 05:01 a. m.
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Los tiempos comiciales son propicios a las profecías (también a los falsos profetas), a los predicadores y a la abundancia de promesas. Y si los tiempos de esa coyuntura son de escasez, más abono encuentran los demagogos y pacotilleros de las presuntas salvaciones (“patrióticas” y “nacionales”), para irrigar con sus discursos las ansiedades de los derrotados.

Son tiempos en que, más que el pensamiento y las reflexiones, se esparcen las emotividades. Se calientan los sentimientos y se arroja leña al fuego. Predominan la divisa y la consigna, como es de esperarse. Los reflectores se encienden y se proyectan imágenes, que a veces nos hacen sentir en la platónica caverna. Tiempos de algarabía.

Hace años, cuando todavía los votantes introducían el índice derecho en un frasco de tinta indeleble, las elecciones eran, en medio de la gritería y otros alaridos, una especie de fecha de carnestolendas. En la ciudad se volcaba la gente en los alrededores de los puestos de votación y se ofrecían los sufragios, en sobrecitos blancos, como una especie de indulgencia o de carta oculta, de esas mismas que, en los mercados populares, sacaban los papagayos y loros con el pico para adivinar la suerte.

Era tal el bullicio que todo parecía una especie de feria. Vote por este, vote por aquel, con un ambiente de colorinches, banderines y ropajes propagandísticos de quienes agitaban sus simpatías por uno u otro candidato (o gamonal). Después, todo cambió, tras fraudes de enormes proporciones (como el sucedido en 1970), y las reformas electorales y otras parafernalias silenciaron aquellas jornadas carnavalescas.

Pero la emotividad siguió predominando. Los tiempos electorales son proclives al sensacionalismo y no tanto a las maneras de pensar, de confrontar ideas, de comparar plataformas ideológicas. En un país con una historia de tantas violencias, con abundancia de estigmas y macartizaciones (que vienen desde tiempos inmemoriales, como los de cuando obispos y otros clérigos advertían que ser liberal era pecado), es fácil emocionarse (como dijo algún pedagogo, es más fácil emocionarse que pensar).

Es extraña nuestra cultura electoral. No concita al discernimiento, sino, más bien, al espacio de la sensación. No al argumento, sino a la dogmática inclinación hacia uno u otro, por alguna simpatía extraña, que puede ir desde que aquel candidato es más “buen mozo” que el otro (“buen mozo y mal marido”, decían en Antioquia), hasta nimiedades de fotogenia y otras apariencias.

Navegamos en los turbios caudales de la ortodoxia y de lo establecido, de que el sistema es inmodificable, de la tradición y lo consagrado. Los comicios son un tiempo en que, en particular en Colombia, afloran las posiciones absolutistas, las que consideran, desde sí mismas, que son poseedoras de la verdad (cualquier cosa que esto signifique). El otro puede ser un enemigo del establishment. Hay que borrarlo como sea (en todo caso, eludiendo los debates, la razón, la historia…).

Y para esos efectos de desmoronar al contrincante, pero no con mecanismos propios del conocimiento, sino con lo que más se aproxime a lo superficial, a la actitud del seguidor ciego que va tras el pastor, se nos llenan los espacios públicos de recetarios, de la “palabra divina” y el canon intocable.

Como no es un tiempo para pensar, para disentir con criterio, sino para sentir, entonces vamos cayendo en la revelación, el mesianismo, la intocabilidad del profeta (que no es profeta de desastres sino de sumisiones). Nos seduce el deseo. Y de este se aprovecha el “santón” de turno.

En el “Elogio de la dificultad”, Estanislao Zuleta nos recuerda que deseamos mal. “En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros”. Para qué pensar por sí mismos, si para esas lides está el caudillo, el enviado, el mediador entre los dioses y los adoradores.

Al someter lo electoral solo al deseo, nos privamos de la racionalidad y nos convertimos en “leves briznas al viento y al azar”. En carne de propaganda. O carne de yugo, como diría un poeta español. En Colombia, o eso parece, nos gusta la fraseología, la promoción del amarillismo electorero. La calenturienta actitud de las consignas y no la probable inteligencia de la llamada dialéctica del debate.

Tantos años de resolver conflictos (o, mejor dicho, de no resolverlos) mediante la violencia, las acciones encubiertas (ahí caben los “falsos positivos”), el señalamiento y otra infinita serie de maniobras, tal vez nos volvieron “religiosos”. Estamos siempre esperando al taumaturgo, al milagrero. Y en él depositamos, con pura fe, las incidencias de “la noche que llega”. O las luces del amanecer.

En días electorales, abunda la cultura de la promesa, los buenos deseos de los candidatos, y seguro alguno de ellos debe tener más aproximaciones a la realidad para cambiarla o, al menos, intervenirla. Aquí, sin embargo, seguimos votando por quien más promete y eso, en buen romance, sí es un pecado mortal.

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