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Hay un malestar que crece. Sus primeros o segundos síntomas ya se apreciaron en las recientes elecciones, en las que expresiones de la extrema derecha fueron abatidas en las urnas. Hay un malestar que no solo lo provoca, como diría Freud, el mal olor de un reyezuelo (caso del Rey Sol, el del absolutismo y gran hedor en el cuerpo, pese a todos los perfumes y vestimentas de exclusividad), sino el de sus adeptos y lacayos. Un malestar que sube de temperatura y que, por qué no, podría alcanzar las de las manifestaciones primaverales en América Latina.
“Ahora sí que presenten las reformas tributaria y pensional”, dice cualquier conversador de esquina. “Que las presenten si quieren ver un pueblo como el chileno o el ecuatoriano”, agrega otro. El malestar se va tejiendo entre el pueblo de todos los padecimientos, manipulado, ofendido, humillado. Aquel que los oportunistas tienen en cuenta para usarlo como carne de cañón, o como conejillo de sus experimentos neoliberales. Como comodín para sus jugadas en favor de una minoría, de una aristocracia del dinero y de todas las vanidades.
En estos comicios hubo derrotados que, aunque aún mantengan primacías y canonjías, sintieron, como en algún tango, su rodada cuesta abajo. El uribismo, por ejemplo, tan pretencioso, ese de los que a sus enceguecidos seguidores les fascina decir a boca llena que “plomo es lo que hay, plomo es lo que viene”, sufrió vapuleos en zonas donde tienen toda la maquinaria, la propaganda (incluida la sucia) y el pastoreo a sus anchas. En lugares donde, según ellos mismos, son los dueños del balón.
El uribismo, en tránsito hacia la decadencia, sintió en carne propia cómo lo corrían de su feudo. En Medellín, por ejemplo, bastión del retrógrado movimiento, le propinaron una tunda. Y en Bogotá, donde tenía candidato con toda la maquinaria disponible, le dieron “sopa y seco”. Tanto que el señor de las chancletas chinas pudo haber recordado aquella vez, en un pueblo calentano, cuando les decía a algunos lugareños que si lo habían olvidado él se amarraría una piedra en la nuca para arrojarse al Río Grande de la Magdalena. Las aguas del Yuma lo esperan.
Y aunque en el país perviven otros “príncipes” feudales, el acontecimiento principal de las elecciones pudo haber sido el reflujo del Centro Democrático. Y es probable que su descenso tenga que ver con las políticas antipopulares del denominado subpresidente, el de las “cabecitas” y el churrunguis tunguis. Por las características demagógicas y contra los intereses de las mayorías, en las que el gabinete y otra serie de cómplices y comparsas han puesto su dosis de desprecio por los pobres, el gobierno saltimbanqui ha contribuido al incontenible desprestigio uribista.
Y en estas elecciones, tediosas —y, por qué no, asqueantes en múltiples de sus prácticas, incluidas las de la compra de votos, el fraude, diversos atentados, en fin— el punto más alto lo constituyó el desmoronamiento del extremismo. Una mesiánica representación quedó afectada. El otrora “embrujador autoritario”, el de la reelección comprada con notarías y otros artilugios, el de los “falsos positivos” y las “chuzadas”, el de un vasto catálogo de maniobras contra la democracia, sufrió, como en boxeo, un knock down. Y podría tratarse del principio del fin de una pesadilla de la cual Colombia todavía no acaba de despertarse. ¿Llegará el nocaut?
Se ha dicho en biología que “todo lo que nace es digno de perecer”. Y a diferencia de la mecánica del Cosmos, en la que “todos los cuerpos caen con una aceleración constante”, los que han ejercido una política antipopular y despótica caen con aceleración desbocada. Imparable. La historia es amplia en ejemplos. Y es posible que estas elecciones, o sus resultados, sean una aproximación a un irreversible proceso de descomposición y decadencia de uno de los adalides de la extrema derecha.
¿Se podría esperar que haya pasos hacia una toma de conciencia acerca de los que promueven el malestar entre los desposeídos? ¿Los resultados de unas elecciones pueden ser suficiente signo de repulsa hacia tradicionales enemigos del bienestar y la educación popular? En todo caso, las que sí han sido palmarias y evidentes son las exteriorizaciones de alegría masiva por lo que puede ser una debacle para la extrema derecha (¿in extremis?).
El malestar (en la cultura, en la vida cotidiana, y por una serie de despojos y atentados contra la dignidad y los derechos de la gente) sigue aumentando en Colombia. Y una fehaciente muestra se notó en las elecciones del domingo. Ningún poder es eterno. Menos mal.
