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La noticia me la envió una señora de Milán, que tiene el mismo apellido mío, y que debe provenir de un tronco común de los Spitaletta, originarios de un pueblito al sur de la Italia, Tocco Caudio: se ha abierto una librería en un barrio de Nápoles, en Vomero, situado en una de las suaves colinas de la histórica ciudad. Y casi al mismo tiempo, voces trágicas me anunciaron el cierre de una clásica librería de Medellín, la vieja Librería Nueva, sita en la carrera Junín, frente al edificio Coltejer, y en la que durante decenas de años, los transeúntes hacían una parada ante su vitrina ineludible a apreciar las novedades bibliográficas.
Junín, que por mucho tiempo fue la calle pasarela, la de las modas, la de los almacenes finos, la de salas de cine y poetas desventurados, que albergó al edificio Gonzalo Mejía, en la que estaban el Hotel Europa y el nunca bien lamentado Teatro Junín, este paseo hoy peatonal hospedó la librería que en otros tiempos era una de las imprescindibles, como lo fueron, por ejemplo, La Pluma de Oro, la Continental, la Aguirre, la América (todavía está en el Perdón de La Candelaria), la Dante y la Científica.
Medellín, ciudad de industrias y comercios, de plusvalías y ricachones de barriga protuberante, también, pese a sus amores por las letras de cambio más que por las literaturas y las artes, fue una ciudad de librerías en el siglo XX. Algunas de ellas, claro, más dedicadas a la venta de libros cristianos y doctrinarios, que en oscuras calendas había dietas literarias y la Iglesia prescribía sobre lo que se podía o no se podía leer. Para las vigilancias y controles, estaban, por ejemplo, las juntas de censura, periódicos como El Obrero Católico y las pastorales de los monseñores.
La Pluma de Oro, fundada en 1912, en Palacé con Ayacucho, se dedicó a la promoción de la literatura y a los libros de humanidades. En 1926 la adquirieron los hermanos Guillermo y Emilio Johnson, y pasó a Carabobo con Ayacucho. En 1981, la cerraron, cuando ya estaba en Palacé con Caracas. Y tal vez una de las más célebres y sonadas fue la librería de Antonio J. Cano, conocido como el Negro Cano, con tertulias y congregación de intelectuales y otros desocupados en una ciudad dedicada al trabajo y a la consecución de plata.
Por donde el Negro, desfilaron desde Tomás Carrasquilla, algunos miembros de Los Panidas, Francisco de Paula Rendón, Alfonso Castro, Tulio González, hasta Sofía Ospina de Navarro, Luis López de Mesa y Fernando González, entre otros. Cano, por lo demás, también escribía poesía y, como diría uno de los libreros más prestigiosos que Medellín ha tenido, Rafael Vega Bustamante, el hombre engalanó la profesión de librero. La librería del “grone” estaba en Carabobo con Boyacá.
Y en 1926, Luis Eduardo Marín, que era pedagogo, fundó la Librería Nueva, la cual durante años fue distinguida por muchos como la mejor de Medellín. Traía novedades de España y Argentina, y los lectores la visitaban con dedicación y apasionamiento. Su primer local estuvo en Boyacá con Carabobo y luego se mudó al lugar donde acaba de morir: Junín con La Playa. La adquirieron miembros de la familia Donado (uno de ellos creó la Librería Técnica en la década de los cincuenta), fundadores en 1965, de la Librería Científica, cuya primera sede estuvo en El Palo con Ayacucho. Ah, y precisamente, una de las más representativas sucursales de la Científica, en el centro de Medellín, la del pasaje peatonal Boyacá o del Perdón de La Candelaria, también cerró sus puertas recientemente. No hubo lágrimas, ni alaridos, ni registros de prensa.
En 1927, Antonio Cuartas creó una de las librerías más importantes de Medellín, la Dante, que tras tener varios locales y crecer en renombre como en existencia de libros, terminó en uno muy pequeño, en Colombia, entre El Palo y la Avenida Oriental, donde hace algunos años exhaló su último suspiro. Y así, sin remedio, el centro se fue quedando sin librerías, que se desgranaron rumbo a un imaginario cementerio de las mismas, que nadie sabe dónde está. La Continental, la Aguirre, la Siglo XX, Mundo Libro de la avenida La Playa, tantas otras, se esfumaron.
Muy pocas quedan hoy en el Centro: La América, que nació en 1943, con su fundador Jaime Navarro, y que persiste en un lugar ahora dedicado al mercadeo de piratería de cine y música, pornografía y bagatelas diversas, al lado de la basílica de La Candelaria. Librópolis, en un pasaje comercial sobre Junín; El Acontista, en Maracaibo con El Palo, o la Zona Fucsia; y claro, el Centro Popular del Libro, en el pasaje La Bastilla, entre Ayacucho y Colombia, y una que otra de “viejo” o de libros de segunda, como Palinuro, en Córdoba con Perú.
El panorama libresco del Centro de Medellín es cada día más desértico. Algunos utopistas dicen, por si acaso, que en un sector como el histórico barrio Prado (ahora con vocación cultural) se podrían poner librerías-café. Pero, al parecer, nadie quiere arriesgar su capital en una tienda de libros, y menos en zonas céntricas, donde, por otra parte, predominan las patotas de hampones, extorsionistas y otras calamidades.
Al desaparecer otra librería en Medellín (al tiempo que en otros mapas las abren), evoco los ecos del Pregón del librero, un cantar anónimo del siglo XVIII: “Voy por los pueblos vendiendo libros / vendiendo el alma de los poetas / vendiendo el grito de los profetas / vendiendo ideales / vendiendo ciencias / vendiendo artes…”. Tal vez nos sirva como consuelo. O como un modo de decir adiós a otra librería muerta.
