El vicepresidente Francisco Santos ha dicho, en contravía de los que piensa su patrón, que ya no se requiere el Plan Colombia, al que él, como otros amantes de los eufemismos, califica de ayuda.
En realidad, tal plan es un negocio de los gringos y de las transnacionales, una demostración más de la indignidad de nuestros gobernantes y de la voracidad de los Estados Unidos.
Precisamente, el dignatario expresó, en reportaje publicado por El Tiempo el pasado domingo, que se ha sentido humillado “en escenarios donde nos maltratan” en los Estados Unidos y consideró que sectores de la sociedad civil y del parlamento estadounidense le dan un trato injusto a Colombia. Descubrió el agua tibia. A estas alturas del partido, el vicepresidente debía saber que los Estados Unidos no tienen amigos, sino intereses, y el susodicho plan hace parte de esos intereses, que no son filantrópicos, sino geopolíticos.
Desde los tiempos de Teddy Roosevelt, los Estados Unidos han posado sus garras en nuestro territorio, unas veces para desmembrarlo, como sucedió con Panamá, y otras, para tener gobiernos títeres que se inclinen ante sus pedidos y dictados. Bastaría, por ejemplo, con recordar a Marco Fidel Suárez, quien declaró que los yanquis eran nuestra estrella polar. Y en esa estelar lista de presidentes –que como dijera Gaitán hincan su rodilla ante el oro gringo- están desde López Pumarejo hasta Álvaro Uribe Vélez.
El vicepresidente Santos habla, por supuesto, de sectores de la sociedad gringa, sin entrar a cuestionar al gobierno y las políticas externas de Washington. Y menos aun profundiza en los aspectos del Plan Colombia, diseñado por los demócratas y el Comando Sur del Ejército, para, a través de corporaciones internacionales, vender armas, radares, aviones, helicópteros, glifosato, realizar espionaje y, ahora, tener al país como base militar norteamericana.
Santos sabe, como lo sabe el imperio, que la guerra es una gran feria, un negocio lucrativo. Y hay que montarla a toda costa, unas veces en Irak, otras en Afganistán, y a veces en algunas colonias como Colombia. Santos debe saber que lo que él sigue llamando ayuda de los Estados Unidos, no lo es. Debe saber que de aquellos primeros 1.300 millones de dólares que se camuflaban como ayuda, Washington giró la mayoría a transnacionales. Y que éstas, a su vez, realizaban “lobbies” con los políticos gringos, para que éstos lo aprobaran. Negocio de unas y de otros.
Por los días de la aprobación del Plan que, según Santos, ya cumplió su función, algunos periódicos norteamericanos, como The Financial Times, decían que la denominada “ayuda” recibía apoyo de múltiples empresas con intereses en Colombia o en el suministro de insumos para la guerra. Las compañías petroleras, entre ellas las extrajeras que funcionan en el país, fueron las principales impulsadoras del negocio llamado Plan Colombia.
Puede que Santos tenga razón cuando afirma que tal plan ya cumplió su función: la de enriquecer a las transnacionales, como la Dyncorp de Virginia, que le dieron un contrato de 635 millones de dólares por asesorar, colaborar y entrenar a misiones antinarcóticos con Policía y Ejército en Colombia. O como la Dupont, productora de glifosato, o como la fabricante de los helicópteros Black Hawk, en fin.
Raro que el vicepresidente diga que se ha sentido humillado en los Estados Unidos, cuando él y sus adláteres con sus buenos oficios les han abierto las puertas a las corporaciones y a la política exterior gringa. Los humillados, más bien, son las decenas de miles de “compatriotas” que se tienen que ir del país a buscar un mejor nivel de vida, aunque la mayoría de las veces se topan con un mundo de pesadilla.
Hace muchos años que los gobiernos colombianos se prestan con extrema docilidad para que los picotee el águila imperial. Son indignos y antipatriotas. Y el que Santos representa es tal vez de los más desvergonzados, el que apoyó la aventura sangrienta de la invasión a Irak y el que continúa postrándose, ahora ante los demócratas, para que le aprueben el Tratado de Libre Comercio.