Aspiraba a que durante la jornada electoral colombiana la lluvia no cesara y que sucediera como en el Ensayo sobre la lucidez, del finado José Saramago, novela en la que además el voto en blanco es el ganador.
Esto solamente acontece en la ficción. Aquí la suerte estaba echada y lo obvio en unos comicios de tedio era lo que ya todos sabíamos por anticipado: que ganaría el candidato oficial.
Pero esta vez me parece más atractivo escribir sobre el Nobel portugués, muerto la semana pasada. Era un provocador y alguien que jamás perdió la capacidad de indignarse. Era el mismo que decía que si “todos fuéramos ateos el mundo sería más pacífico”, sobre todo porque sabía que en nombre de Dios se han cometido las peores ignominias.
Saramago, detestado por la Iglesia pero querido por gente que no se apega a dogmas, fue un escritor que no vivió en torres de marfil, sino que se percató de los horrores del capitalismo y en varias de sus novelas cuestionó profundamente el poder. Era una voz disidente en medio del coro universal que adula a las potencias y se hace el de “la vista gorda” ante las atrocidades de los nuevos bárbaros. Era un sujeto coherente. Y tanto en su literatura como en su pensamiento daba muestras de ello.
El autor de Ensayo sobre la ceguera era capaz de condenar la invasión estadounidense a Irak (apoyada, por ejemplo, por Uribe), como preguntarse en el asunto de las agresiones de Israel a Palestina, si aquellos judíos exterminados por los nazis, perseguidos en progromos, gaseados en campos de concentración, discriminados en guetos, en fin, si aquellos judíos que padecieron múltiples atrocidades “no sentirían vergüenza al ver los actos infames que están cometiendo sus descendientes”.
El escritor se había convertido en una suerte de conciencia contemporánea, de voz necesaria para denunciar atropellos y proponer reflexiones y debates. Nadaba contra la corriente, lo que le permitió no caer en posiciones cortesanas y en lambonerías, como suele pasar con artistas y escritores célebres. Su compromiso era con la literatura, con el hombre, con los vencidos, con la palabra que es capaz de sublevaciones y alzamientos.
Jugó con la gramática, con los diálogos, con formas arriesgadas de escritura, pero a su vez, en su civilidad de escritor, también se atrevió a los cuestionamientos. Y a la búsqueda de las utopías, como puede pasar, por ejemplo, en su novela La balsa de piedra. No le fueron extrañas la pintura, la música, la historia. Y sabía que, ante todo, un escritor es un gran investigador.
Saramago, el mismo que criticó a fondo el capitalismo salvaje, también le dio mandobles a la izquierda adocenada. En su discurso de recepción del Premio Nobel, que tiene un comienzo perturbador (“el hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”), dijo que escribió Ensayo sobre la ceguera para recordar que “usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante”.
Ha muerto un escritor que deja un legado imprescindible, en particular en obras como El evangelio según Jesucristo, El año de la muerte de Ricardo Reis y Todos los nombres. Me parece que en sus últimas producciones ya había algo predecible y esquemático. Se ha ido un hombre que se propuso vivir en contravía.
Hubiera sido interesante que el domingo pasado hubiera ganado el voto en blanco, solo para que en un insólito país como Colombia la ficción de un extranjero se hubiera vuelto realidad. Claro que hoy, como en la novela, estuvieran persiguiendo a los “blanqueros”, acusados de terrorismo y otras pestes. Sabemos también que aquí esa realidad de motosierras, mafias, corrupciones, desafueros y otros males es más fantástica y aterradora que cualquier ficción.