Sombrero de mago

Tiempo de desobediencia civil

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Reinaldo Spitaletta
19 de junio de 2018 - 02:00 a. m.
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Desde hace 70 años (por no ir más atrás) en Colombia se impusieron los imaginarios, concepciones, mentalidades y discursos de la derecha. Al desmoronarse el último bastión liberal, el gaitanismo, el Frente Nacional, liberal-conservador o viceversa, que el orden de los factores da lo mismo, se erigió como una maquinaria de la exclusión y como imposición de un credo: el de la derecha, en muchas ocasiones llevada al hirsuto extremismo.

No en vano hubo tantos años de concordato, de educación confesional, de persecución a los campesinos, de despojos de tierras, de decir (cuando sí había liberalismo) que “ser liberal era pecado” y de establecer métodos violentos en la resolución de los conflictos. Desde hace largas temporadas se negó al otro distinto, al que pensaba en contravía de las ideologías de las clases dominantes. Y, con diversidad de mecanismos, se impuso una doctrina política y se buscó, no en pocas ocasiones, que hubiera unanimismo en las concepciones ideológicas.

Colombia, como país en el que se empotraron las visiones del mundo de la reacción, de ideas atrasadas en torno a la propiedad de la tierra, de negar la introducción de grandes reformas que correspondían más al capitalismo que a otros “modos de producción”, en fin, es un país en el que ha cabalgado a sus anchas la dominación de vastas masas con discursos que las han tornado en rebaño. Y las elecciones, sí, en los últimos 70 años, han dado cuenta del aserto.

Ni siquiera se dejó pasar así no más el populismo rojaspinillista y su “socialismo de la yuca”. El fraude electoral lo detuvo. Y eso que se trataba de una concepción igualmente de derecha. Después, como antes, los gobiernos, representantes de las retardatarias élites colombianas, siguieron como siervos de los mandatos foráneos, además de haber llegado al poder mediante el ejercicio, ya inveterado, del clientelismo y la corrupción.

La segunda vuelta presidencial mostró que, aunque la derecha impuso sus órdenes —para eso tiene el poder, goza del servicio de estafetas y testaferraje de los medios de comunicación y sabe urdir mentiras, imponer el miedo, manipular, etc.—, hay una amplia franja popular que está mamada de lo mismo. Y que, con todas las diferencias que pueden existir entre los opositores al “antiguo régimen”, habrá una gran resistencia civil, una enorme oposición, a las maniobras del nuevo gobierno. Un gobierno que representa con creces a las minorías que han depredado el país.

En torno al nuevo presidente se reunieron los más “conspicuos” y granados virreyes de la corrupción, de viejos mandamases “rojitos”, “azulitos”, de neoliberales desalmados (todos han vendido o subastado su alma al diablo), la mazamorra derechista que alberga desde quemadores de libros hasta promotores del paramilitarismo. Y todos a una se juntaron (o arrejuntaron) en torno al “bebé” uribista (¿parecido al de Rosemary?), y danzaron como las brujas de Macbeth, en un aquelarre hediondo, de muchas ollas podridas.

El discurso de la victoria de Duque tiene elementos para la risa, o, al menos, para una nueva versión de la demagogia. “Nuestra bandera será la lucha frontal contra la corrupción, la politiquería, el clientelismo”, dijo sin sonrojos. ¿Y cómo lo va a hacer? ¿Acaso traicionará a sus promotores y calanchines? En efecto, el estilacho de sus aupadores ha sido el del atroz ejercicio de esas taras, vicios y desmanes, que han diezmado al Estado y han burlado la democracia. ¿Cómo lo va a hacer si su peonada electoral se compone de los más corruptos, clientelistas y politiqueros?

Y qué tal cuando habla de un emprendimiento de microempresas, de medianas y grandes empresas, si no hay mercado interno, si cada vez se doblega a la industria nacional con los leoninos tratados de libre comercio, sobre los cuales el nuevo presidente no dice ni “mu”. Su programa político es de la más rancia esencia neoliberal, así que no hay por qué pedir peras al olmo. Se sabe con antelación de los infortunios que le esperan a la mayoría de la población en otro nuevo y viejo gobierno de “los mismos con las mismas”.

Y si la derecha sigue cabalgando en Colombia, no lo hace ya a sus anchas. Del otro lado, los oprimidos y acosados por distintas miserias han ido aprendiendo, en las luchas cotidianas y el reverbero de las protestas, las maneras disímiles de la resistencia, de la desobediencia civil ante los atropellos. Y es una nueva oportunidad para la consolidación de un frente amplio, dispuesto a cuestionar y rechazar de modo civilizado las medidas antipopulares que no tardarán en estar al uso.

No hay ninguna ilusión de cambio con los que han venido dominando desde tiempos inmemoriales los destinos del país. La ilusión radica en que pueda ser una ocasión propicia para el ejercicio necesario y legítimo de desobedecer.

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