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Se ha entronizado en la Casa Blanca el estilo de la vulgaridad, el desprecio a las minorías, la prepotencia imperial, la táctica del miedo y la intolerancia. El nuevo presidente de los Estados Unidos, una suerte de ególatra que, aunque no pertenezca a las elites tradicionales gringas, cree que el dinero le da derecho a irrespetar mujeres con toques en sus partes íntimas, representa un peligro para la convivencia pacífica mundial.
Un sujeto que sabe cómo poner la razón en planos secundarios y la emociones y visceralidades en “close up”; que manipula en tiempos en que casi nadie lee más allá del twitter; que desdeña a la prensa (a veces, no sin motivos) y va en contravía de un principio de Jefferson (“allí donde la prensa es libre y la gente sabe leer, todo está a salvo”), digo que un tipo de esa calaña es parte del reino de la mediocridad y los efectos especiales mediáticos, tan caros a la idiosincrasia gringa.
Un experto en realities y otras majaderías, que domina los mandamientos de la propaganda nazi (cuyos orígenes, sin embargo, están en los Estados Unidos en tiempos de la Primer Guerra Mundial), consistentes en repetir hasta el infinito una mentira para que tome estatura de verdad, no deja de ser un riesgo para la humanidad, sobre todo para la más aporreada por las miserias y los despojos.
El rubio destemplado (o tal vez tinturado para disimular las canosidades), que no usa peluquín y se cree la “última cocacola del desierto”, o el último “perro caliente” del camino, que en su campaña electoral revivió discursos racistas, antigays, sexistas y la emprendió contra los mexicanos como si se tratara de seres demoníacos en predios del Ku Klux Klan, se ha especializado en sacar de las ruedas de prensa a periodistas incómodos.
La prensa, que por supuesto debe ser criticada y que casi siempre está del lado del poder e ignora a los humillados y ofendidos, tiene en Trump un acicate para la información y la confección de titulares. Pero, a su vez, parece estar dentro del estilacho del presidente irse en cualquier momento contra la Primera Enmienda (sobre las libertades de prensa y expresión) de la Constitución estadounidense.
En su discurso de posesión, el magnate devenido presidente, apeló al populismo fascistoide, con enarbolamiento del nacionalismo a ultranza. “Vamos a hacer que Estados Unidos sea un país grande otra vez”, quizá pensando en el proteccionismo: “compren estadounidense y contraten estadounidenses”.
En un país donde la esperanza de vida de los blancos está disminuyendo, al tiempo que aumentan los suicidios, el consumo de estupefacientes y el alcoholismo, Trump no se refirió a las desigualdades sociales, pero le sacó dividendos a la política económica de Obama de favorecer a banqueros, a Wall Street y olvidar a los propietarios de viviendas. Según el nobel de economía Joseph Stiglitz, Obama “reforzó el statu quo, el experimento de treinta años con el neoliberalismo”.
Esta situación trabajó a favor de Trump y sus discursos de campaña, en los cuales siempre estuvieron los trabajadores blancos del centro de Estados Unidos. Los más pobres y olvidados del establishment ya comenzaron a sufrir los latigazos del guache que, en plena campaña, dijo que tenía “el pene suficientemente grande para asumir la presidencia”. Y nada raro seria que, a falta de cerebro y tacto político, gobierne con el pipí.
Al despertar al dragón dormido del racismo en Estados Unidos, Trump seguirá aprovechando su posición de insultar a negros, musulmanes, homosexuales, inmigrantes, transexuales, latinos y discapacitados, en una clara muestra de su inclinación hacia el fascismo y la negación de la diversidad. Lo que sí está claro es que, con libre comercio o con proteccionismo, el presidente es parte del establecimiento y un defensor de la hegemonía gringa en el orbe.
Por vulgarote y mal hablado que sea, no ha olvidado que los Estados Unidos, como parte de su historia de expansiones y ataques a los pueblos del mundo, tiene intereses; no amigos. Y dentro de tan abundantes intereses están los de las transnacionales mineras, de la química farmacéutica, los de la “reconstrucción” tras los bombardeos y las invasiones (como ha sucedido en Irak, Libia, Afganistán) y el esquilmar los recursos naturales de países neocolonizados por Washington.
El showman Trump, rey de la construcción, promotor de la cultura del espectáculo, seguirá amenazando a los pueblos y naciones que pretendan estar por fuera de su coto de caza. Más allá de sus patanerías, el nuevo ocupante de la Casa Blanca continuará preocupado por ampliar la dominación y ganar más mercados en el mundo.
Esperen y verán.
