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“¡Huele a azufre!”, habría gritado Chávez —de estar vivo, claro— sobre el endemoniado Donald Trump, que parece la reencarnación de William Walker, filibustero gringo del siglo XIX. Y, además, junto con su secretario de Estado, el ultraderechista Marco Rubio, de origen cubano, es una suerte de edición ampliada de la doctrina absurda del “Destino Manifiesto”, que ponía a los Estados Unidos como el país elegido por una presunta deidad para expandirse por dentro y por fuera de su territorio.
Trump, con ínfulas de dictadorzuelo, tiene en la mira no solo a los migrantes, a los que considera hediondos y estorbosos, sino el control sistemático de casi toda América Latina, con el pretexto, unas veces, de una presunta represión del tráfico de estupefacientes y, otras, así de simple, con el ánimo siniestro de pisotear soberanías e interferir, como sota de bastos imperialista, en los asuntos internos.
Rubio, por su parte, es la ficha estratégica de Trump para la nueva guerra en América Latina. Aquel que en sus tiempos de senador proclamaba, con teatral demagogia, “una defensa apasionada de los derechos humanos” y el apoyo a “principios democráticos”, ahora es una ficha imperial en la violación de tales materias. Gozó, lo mismo que su patrón Trump, con la voladura de una embarcación de presuntos narcotraficantes en el Caribe.
En agosto pasado, Trump y Rubio enviaron al Caribe tres destructores, un escuadrón anfibio con tres buques de guerra, además de cuatro mil infantes de marina, con el pretexto de luchar contra el tráfico de drogas (una vieja estratagema de penetración y control sobre sus neocolonias), pero, en esencia, para intimidar a Nicolás Maduro. ¿Quién autoriza a una potencia como la yanqui a intervenir en los asuntos internos de un país? ¿Y, además, a volar con impunidad una embarcación con ocupantes civiles?
Más allá de su azufroso pelambre, de ser un ente demoníaco de destrucción de soberanías, de apoyo infinito a un genocidio como el que perpetran Trump y Netanyahu en la Franja de Gaza, Estados Unidos vuelve a mostrar sus agresivas garras contra países latinoamericanos (incluida Colombia, donde, por ejemplo, organizan una base militar en Gorgona). El pueblo venezolano es el llamado a resolver sus contradicciones internas y, si fuera el caso, como parece, destronar a Maduro. No una potencia extranjera.
Claro que el petróleo y otros recursos, en los que Venezuela es rica, son un botín irresistible para el imperio. Qué importa si dentro de ese país hay democracia o dictadura o una banda de narcotraficantes en el poder. Lo que requieren es una expedita forma de arrasar, como lo han hecho en tantas partes, las reservas y materias primas.
Lo que sí es evidente es que, más que una presencia de narcotráfico en ese país, lo que asusta a Washington es que Maduro ha logrado el apoyo de aliados de peso internacional, como China, Rusia e Irán. Y esto puede ser, pese a los alaridos de Trump y compañía, un disuasor para las intentonas de invasión y derrocamiento del presidente venezolano.
Pero la injerencia imperial no termina ni comienza con Venezuela. La intromisión se ha notado, por ejemplo, en la reciente condena a 27 años de prisión de Jair Bolsonaro, en Brasil (también patalearon hace poco con la condena de Uribe, en Colombia), por su intentona golpista. Así que Trump y su combo de piratas insisten en actuar como portadores del presunto “Destino Manifiesto” y de ser, en un nuevo abordaje, los relevos del filibustero Walker.
A propósito, este sujeto que parece de ficción (como el Kurtz, de El corazón de las tinieblas, de Conrad, o el de la película Apocalypse Now), médico, periodista y abogado, es una representación a escala de lo que ha sido, en el siglo XX y lo que va del XXI, la penetración, violación y arrasamiento imperialista en muchas partes del mundo. Walker, creador de la “Falange Americana de los Inmortales”, invadió, esclavizó, asesinó, despojó y se autoproclamó presidente de varios países de Centroamérica.
Y la que parece una reencarnación de aquel canalla, enviado de banqueros y otros ladrones, el pelianaranjado Trump está muy amenazante, como un pistolero, arrasando no solo con migrantes en un régimen de horrores, sino con parte del mundo. En su propio país, “un país bañado en sangre”, como tituló uno de sus libros Paul Auster, el azufroso truhan amenaza con esparcir la violencia, incluso en ciudades estadounidenses, como Chicago.
Es todo un déspota, que decide quién debe tenderse a sus pies, como sucede con los tradicionales lacayos de tantos de sus solares, y a quién hay que derrocar, o eliminar, o mandarle marines, o cañonearlo. O dispararle desde un dron. Se hacen las cosas a su manera. Y al que no le guste, pues entonces que se atenga a las consecuencias, a una invasión, a un eterno bombardeo... ¡Huele a azufre, carajo!
