En aquellos días, Venezuela era una suerte de tierra prometida para los colombianos.
Se iban, ante la situación de desgracia en su suelo natal, a buscar “mejores oportunidades” (era una de las expresiones usuales), a trabajar para mandar mesadas a los que aquí dejaban y para sentir, según ellos, el significado de la prosperidad. Era la década de los 70, y algunos de los emigrantes ya habían escuchado las canciones revolucionarias de Alí Primera, y otros, a punto de cambiar de vida, padecían en Colombia el “mandato caro” de López Michelsen y la represión de Turbay Ayala.
En 1999 publiqué la novela El último puerto de la tía Verania, basada en la vida de una mujer que había sido bruja, trabajadora textilera, lectora de cenizas de cigarrillo, amante de varios tipos, sin hijos y que, ante la muerte de su último marido, se quedó sin paisajes. Ya algunos de sus familiares habían hecho ataduras en Venezuela, rica en petróleo y en historia. Y de súbito, a Verania le dio por observar “nuevos horizontes” y emprendió un viaje de esperanza a la cuna de don Simón.
La tía Verania hacía parte de los numerosos colombianos (muchos ilegales) que inundaban las ciudades venezolanas. A ella le correspondió, precisamente, llegar a la histórica Ciudad Bolívar (antes Angostura), donde extrañaría sus piel rojas sin filtro, se quejaría de la “porquería de café” que preparaban en esas tierras y se emplearía como conserje de un edificio. Pasó el tiempo, y la señora que por allá había enterrado sus dotes adivinatorias, encontró soledades y otras incertidumbres.
Después, oleadas de colombianos siguieron viendo en el vecino país un destino de brillo, una vida nueva, una posibilidad de mejorar su condición económica. Y allá llegaron. Muchos, en años recientes, expulsados por el paramilitarismo y la guerrilla, por el ya eterno conflicto armado colombiano. Eran desterrados y desplazados. Y fueron a dar con sus huesos en Venezuela.
Tantos de los que viajaron lo hicieron porque su país no ofrecía sino miserias y desventuras a granel. Por conseguir empleo, por tener otros modos de existencia sin tantos miedos ni carencias. Y así lo hacían saber algunos de ellos, mediante cartas y otros mensajes a sus familiares.
Ahora, en Venezuela, donde un payaso sin talento funge de presidente; donde en otros días hubo dictadorzuelos como Pérez Jiménez, o como Juan Vicente Gómez, fundador de la corrupta Guardia Nacional, el drama ha elegido como presa a los colombianos. La guerra entre carteles de la droga y otros contrabandistas (como los de gasolina) puso a hervir la frontera colombo-venezolana.
El incidente del pasado 19 de agosto, cuando resultaron emboscados y heridos tres militares venezolanos, parece ser una consecuencia de la guerra entre los carteles, en los cuales hay, según fuentes oficiales venezolanas, miembros de la Guardia Nacional. Las mafias que controlan, en alianza con delincuentes colombianos, la frontera entre ambos países están identificadas como el Cartel de los Soles (ejército) y el Cartel de la Goajira (integrado por miembros de la Guardia Nacional).
Sin embargo, Maduro, en trance de elecciones, intensificó su Operación Liberación del Pueblo, presuntamente contra paramilitares colombianos, para mimetizar su desgobierno y tapar las lacras mafiosas que tienen a Venezuela en un colapso. El grave incidente, que ya expulsó a muchos colombianos en una humillación sin precedentes, ha sido utilizado por demagogos de ambos lados, por politiqueros de aquí y de allá, a los cuales, en rigor, les importa un rábano la suerte de los expulsados.
Vuelve y juega. Las desgracias del pueblo tornan a ser utilizadas por dirigentes sin escrúpulos, a los que solo les interesan sus ambiciones de poder, su vanidad y narcisismo. Politiqueros de asco, que abundan allá y aquí. Marcar viviendas, como en oscuros tiempos de la Alemania Nazi, arrasarlas, y echar a sus habitantes cual escoria es un atentado a la dignidad, independientemente del ejercicio de soberanía con el que se pretende disfrazar la situación.
La tía Verania, que murió en Venezuela, declaró en una carta que no supo nunca por qué se marchó, “no sé qué me trajo por aquí donde todo es igual a lo de allá, solo que distinto, porque una siente que es forastera”. Eso dijo. “Por aquí no encontré nada diferente, porque la soledad es la misma donde quiera que una vaya”.