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                                                                                                                              ¡Usted no sabe quién soy yo!

                                                                                                                              A los indios y negros que en el atrio de La Candelaria conversaban o fumaban tabaco, el oidor Juan Antonio Mon y Velarde mandaba a darles azotes.

                                                                                                                              ¡Ah!, de otro lado, ningún plebeyo, como decir un comunero, podía rebelarse contra la Corona, porque era sujeto de muerte, como le pasó a Josef Antonio Galán, que parece no sabía con quién diablos se estaba metiendo. El mismo oidor y visitador de marras fue quien suscribió la condena capital del insurgente.

                                                                                                                              Una vieja mentalidad, desde los tiempos coloniales, que se fundamenta en el desprecio por los pobres, por los que no son hidalgos (hijos de algo, de alguien con oro), ni pertenecen a las élites, es la que todavía se expresa no solo con soberbia, sino llena de irrespetos por la legalidad y la convivencia pacífica. Todavía algunos, no pocos, se creen miembros del criollaje y la españolería, aquella que limpiaba sus sangres comprando títulos nobiliarios, y que nada tenían que ver (¡ni riesgos!) con juderías y morerías, y menos con indios y negroides.

                                                                                                                              Colombia, que desde hace doscientos años la gobiernan clubes exclusivos y excluyentes, que el poder se ha turnado entre las distintas élites y castas de “mejor familia”, que se quedaron con las tierras más fértiles, claro, las de los indígenas, a los que hoy se les sigue dando palo y bala, ha desarrollado comportamientos que se fundamentan en el presunto abolengo y en la posesión de riquezas. Yo mando porque tengo dinero, porque mi papá es o fue presidente, porque mi abuelo es dueño de un banco, porque el poder del oro me ha dado privilegios sobre el populacho. Y así.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La actitud de un mequetrefe apellidado Gaviria, que volvió a esgrimir ante la policía y unos taxistas el célebre “usted no sabe quién soy yo”, como síntoma de que cuando se tienen influencias, parentescos con poderosos, riquezas materiales, se puede hacer lo que se le da la gana, volvió a poner en evidencia las taras de una vieja enfermedad social. Las élites oligárquicas produjeron, desde el siglo XIX, una serie de comportamientos que las distinguían del vulgo, pero, además, las ponía por encima de la ley y los cacareados preceptos de igualdad. Para ellas, los de arriba, siempre deben estar arriba, y los de abajo, abajo. Y listo.

                                                                                                                              Los linajudos han crecido con complejo de superioridad, que se les promueve en hechos y discursos. Un ejemplo histórico, se puede encontrar en la creación del modelo empresarial antioqueño, de principios del siglo XX, en el que, en una alianza Estado-Iglesia, se enquistaron “valores” de que al trabajador había que mantenerlo alejado de protestas y reivindicaciones sociales, a punta de sobaditas de hombro (gerentes que se paseaban por las plantas fabriles), patronatos y paternalismos.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La mentalidad colonial de orgullos (vanidades) anclada en el poder del oro, se prolongó en Colombia en las cofradías oligárquicas, y también en lo que el común denomina “carangas resucitadas”, y hace carrera entre hijos de papi, delfines y otros gomelos que creen que se pueden pasar todo por la faja, solo porque pertenecen al poder político y económico. Lo que en este país parece dar licencia para el ejercicio de desafueros y otras patochadas. ¿Quién diablos se creerán estos patanes?

                                                                                                                              A los indios y negros que en el atrio de La Candelaria conversaban o fumaban tabaco, el oidor Juan Antonio Mon y Velarde mandaba a darles azotes.

                                                                                                                              ¡Ah!, de otro lado, ningún plebeyo, como decir un comunero, podía rebelarse contra la Corona, porque era sujeto de muerte, como le pasó a Josef Antonio Galán, que parece no sabía con quién diablos se estaba metiendo. El mismo oidor y visitador de marras fue quien suscribió la condena capital del insurgente.

                                                                                                                              Una vieja mentalidad, desde los tiempos coloniales, que se fundamenta en el desprecio por los pobres, por los que no son hidalgos (hijos de algo, de alguien con oro), ni pertenecen a las élites, es la que todavía se expresa no solo con soberbia, sino llena de irrespetos por la legalidad y la convivencia pacífica. Todavía algunos, no pocos, se creen miembros del criollaje y la españolería, aquella que limpiaba sus sangres comprando títulos nobiliarios, y que nada tenían que ver (¡ni riesgos!) con juderías y morerías, y menos con indios y negroides.

                                                                                                                              Colombia, que desde hace doscientos años la gobiernan clubes exclusivos y excluyentes, que el poder se ha turnado entre las distintas élites y castas de “mejor familia”, que se quedaron con las tierras más fértiles, claro, las de los indígenas, a los que hoy se les sigue dando palo y bala, ha desarrollado comportamientos que se fundamentan en el presunto abolengo y en la posesión de riquezas. Yo mando porque tengo dinero, porque mi papá es o fue presidente, porque mi abuelo es dueño de un banco, porque el poder del oro me ha dado privilegios sobre el populacho. Y así.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La actitud de un mequetrefe apellidado Gaviria, que volvió a esgrimir ante la policía y unos taxistas el célebre “usted no sabe quién soy yo”, como síntoma de que cuando se tienen influencias, parentescos con poderosos, riquezas materiales, se puede hacer lo que se le da la gana, volvió a poner en evidencia las taras de una vieja enfermedad social. Las élites oligárquicas produjeron, desde el siglo XIX, una serie de comportamientos que las distinguían del vulgo, pero, además, las ponía por encima de la ley y los cacareados preceptos de igualdad. Para ellas, los de arriba, siempre deben estar arriba, y los de abajo, abajo. Y listo.

                                                                                                                              Los linajudos han crecido con complejo de superioridad, que se les promueve en hechos y discursos. Un ejemplo histórico, se puede encontrar en la creación del modelo empresarial antioqueño, de principios del siglo XX, en el que, en una alianza Estado-Iglesia, se enquistaron “valores” de que al trabajador había que mantenerlo alejado de protestas y reivindicaciones sociales, a punta de sobaditas de hombro (gerentes que se paseaban por las plantas fabriles), patronatos y paternalismos.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La mentalidad colonial de orgullos (vanidades) anclada en el poder del oro, se prolongó en Colombia en las cofradías oligárquicas, y también en lo que el común denomina “carangas resucitadas”, y hace carrera entre hijos de papi, delfines y otros gomelos que creen que se pueden pasar todo por la faja, solo porque pertenecen al poder político y económico. Lo que en este país parece dar licencia para el ejercicio de desafueros y otras patochadas. ¿Quién diablos se creerán estos patanes?

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