A esta hora los tipos más desprestigiados en Colombia son el presidente Duque (cada vez da más evidencias de ser un sub, un segundón al que hasta los niños en sus jitanjáforas le dicen: “cúcara mácara títere fue”) y el expresidiario Álvaro Uribe. Las voluminosas manifestaciones de protesta, que son un derecho fundamental, no cesan en sus coros: “Uribe, paraco, el pueblo está verraco”. Y hace unos días, en la martirizada Cali al mandatario lo sacaron tallado con la imprecación “¡Usted nos está matando, no tiene perdón!”.
A estas alturas, cuando el paro nacional iniciado el pasado 28 de abril ya tiene más de un mes de demostraciones masivas y continuas, ante los oídos sordos del gobierno, se evidencian varias situaciones. Una, que cada vez entre los subyugados aumenta la antipatía por los politiqueros de toda la vida (Duque, Vargas Lleras, Uribe y un apestoso etcétera). Otra, la desaforada represión, por la cual, la policía, un cuerpo que debía estar para proteger al ciudadano, se erigió en verdugo del pueblo. Una tercera, la visibilización de la autodenominada “gente de bien” (en varias partes, pero en particular en Cali) que, apoyadas por policías, disparan a la población civil.
Y al tiempo que el paro se ha constituido en una especie de conciencia frente a los auténticos enemigos populares (el gobierno neoliberal, sus acólitos, funcionarios que se burlan del pliego petitorio del Comité de Paro…), la respuesta oficial, de absoluto desdén frente a las reivindicaciones populares, ha sido la de las balas, la sangrienta represión y los señalamientos calumniosos para desdibujar la protesta.
El tratamiento oficial dado a la misma, como si esta fuera una expresión bélica, como si fuera una asonada, cuando de lo que se trata es de una necesaria muestra del descontento por tantos atropellos juntos, es no solo una arbitrariedad, sino una violación a los derechos fundamentales de la ciudadanía. Disparar a los manifestantes, permitir que, bajo la protección policial, civiles porten fusiles y otras armas y que abran fuego contra las marchas, sí es una auténtica violación de cualquier protocolo.
Las imágenes de horror que han circulado de los atentados contra los marchantes, parecen más de un régimen dictatorial que de un estado de derecho. Este, precisamente, ha sido derruido en Colombia. Autoritarismo, oídos sordos frente a los requerimientos de las mayorías, respuesta de bala y gases lacrimógenos, hacen que se pueda pensar que estamos bajo una aterradora máquina antidemocrática.
Y aunque ha habido desastres vandálicos, incendios de edificaciones públicas (algunas que han despertado sospechas y rumores como la del Palacio de Justicia de Tuluá), ejercicios bandidescos de minorías que se cuelan en las multitudes, el tratamiento gubernamental a las manifestaciones pacíficas ha sido el de dispararles, lo que se constituye en un crimen estatal. Y en vez de resolver la enorme problemática social, de atacar las causas del descontento, de ofrecer soluciones acordes con las demandas populares, lo que se hace es lo contrario: dar salidas militares y autocráticas.
En medio de los palos de ciego y de cíclope homérico, como los de Polifemo ebrio y sin vista, el presidentico, el de las autoentrevistas ridículas, cada vez más se hunde en el fango de sus desaciertos. No solo en encuestas, que pudiera ser un mecanismo de manipulación, pero que en el caso de Duque (y de su mandador) lo ha empujado a los abismos del desprestigio, el presidente sale mal. Su barco de pirata hace agua.
Su ministrico “estrella”, el minhacienda anterior, se fue de bruces y se quebró los huevos; lo mismo la inoperante canciller. Y ni qué decir del consejero de paz, Miguel Ceballos, renunciante ante la “inmiscusión terrupta” (¡oh, Cortázar!) del ubérrimo patrón; y ni valdría la pena anotar la inoperancia y chamboneo de la Fiscalía, la Procuraduría, la Defensoría del Pueblo, vueltos aparatos de bolsillo gubernamental.
La de Duque y sus compinches es una carabela que se va a pique (nada que ver con las casas de pique ¿o sí?), una nave fantasma extraviada en las aguas oscuras de la mediocridad y la prepotencia. La arrogancia y la visión despectiva frente a las causas del paro nacional han convertido al hombre que más memes y chistes y chascarrillos ha producido en el ingenio popular, en un ser con cara de patíbulo, o, visto con efectos góticos, en un vampiro que, más que terror, provoca risa.
Y digo risa, porque, a pesar de los muertos, de los heridos, de los desaparecidos en las protestas, del enorme dolor que ha causado en las familias de las víctimas, el presidente no es más que una marioneta del poder, un decadente mandatario. Y por ello, por sus actos contra el pueblo, la historia lo condenará. Dante tendría que inventar un nuevo círculo infernal en el que el presidente de Colombia se queme para siempre.
El joven que en Cali le espetó a Duque toda su indignación, es un valiente: “¡Usted nos está matando! ¡No tiene perdón!”.