Sombrero de mago

Utopía y coronavirus

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Reinaldo Spitaletta
21 de abril de 2020 - 05:00 a. m.
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Antes de la pandemia que tiene al mundo patas arriba, ya teníamos miles de amenazas, el cambio climático era una certeza destructiva que aún no termina de agudizarse y el capitalismo de salvajadas y atropellos al hombre era (y es) un enemigo de la solidaridad y del bienestar de las mayorías. Así que el coronavirus ha puesto en evidencia varios asuntos. Uno, la atroz alienación del consumo, el reino omnipotente del mercado como la deidad suprema de estos tiempos. Otro, que, ante el abandono de la otredad, el confinamiento nos puso a vivir para adentro.

Y esto significa muchas cosas. Quizá, en esta situación crítica universal, en la que volvimos a saber de la fragilidad del hombre, de su vulnerabilidad y condición pasajera, el devolverse a casa (y ahí puede estar la metáfora del útero, de la madre, del origen) puede ser una especie de defensa (no solo contra el virus) contra los espejismos del consumo, del centro comercial, de la inutilidad de cientos de mercancías, y el retorno a valorar lo imprescindible. Puede ser que estemos en una transición hacia el “yo” y hacia el “nosotros”.

Esta situación extrema, que ha trastocado todos los sistemas, las visiones políticas, la tornillería de la sociedad, ha sido una coyuntura excepcional para pensar en otras alternativas. Una de ellas tiene que ver con la crítica a la economía, ese monstruo abstracto que ha exiliado al humanismo; que convirtió, por ejemplo, los pacientes en clientes en el ramo de la salud, una salud convertida en mercancía, en lucro de entidades financieras, en las leoninas privatizaciones, una economía que ve en el envilecimiento humano una posibilidad de plusvalía.

Y aunque los magnates y sus adoradores no lo deseen, la economía no puede ser el rubro principal de un mundo en crisis. Hay que volver a pensar en el sentido de comunidad, en la creación de lazos solidarios con quienes han sido las víctimas de una economía sin entrañas. ¿Por qué tantos pobres, por qué tantos desamparados, por qué tantos ninguneados? ¿Quién ha sido el causante de tantas miserias?

Hace poco leí unas declaraciones de Chomsky en las que aseveraba que, antes de la pandemia, el “distanciamiento social” ya estaba en boga. Preexistía una desconexión del mundo social, sobre todo de las nuevas generaciones, a través de celulares y redes sociales. Se había olvidado el diálogo, la presencia del otro, el cara a cara, la tertulia y el contacto físico. Aunque, desde otra perspectiva, como lo advirtió no sé quién, de ahora en adelante un abrazo, un apretón de manos, se verá como la recordación de un riesgo, de una situación extrema y de alta peligrosidad.

El lingüista estadounidense agregaba que esta pandemia era una ocasión para restaurar el tejido social y pensar en el mundo que se quiere construir (además del que necesariamente hay que destruir), reflexionar en torno al planeta que se quiere habitar, con el debido respeto a los animales, a la naturaleza y al hombre.

Sin embargo, no es una coyuntura para optimismos extremos, ni para la bobada en torno a que la humanidad mejorará. Lo que puede venir es un perfeccionamiento de la explotación, de la esclavitud, una reinstauración de autoritarismos. Puede haber, como ha ocurrido de parte de superpotencias y en nombre de la libertad (nombre que se ha mancillado tantas veces) nuevos bloqueos económicos, renovados estados de acecho, y, con una economía insensible, deshumanizada, puede promoverse la muerte por hambre de aquellos que viven de la informalidad.

En estas jornadas en que se vive hacia adentro, hacia lo doméstico, las probabilidades del encuentro con el yo —que no es el de narciso, ni el de la selfi, ni el de la pose exhibicionista, superficial y vana— son una inquietante modalidad de la que apenas estamos aprendiendo y que puede ser propicia a otros cultivos: el aprendizaje sobre la necesidad de las luchas cotidianas para transformar el entorno.

Las calamidades, como las de hoy, son un estímulo para la búsqueda de alternativas que contribuyan al cambio profundo del mundo actual. Un mundo como este basado en las inequidades, en la concentración de riqueza en pocas manos, en el ejercicio de poderes dictatoriales y represivos. Ese es el que hay que derribar. Digamos que el encierro puede ser un encuentro con las hasta ahora inalcanzables utopías, que, como es fama, no sirven para mucho, pero sí para una cosa fundamental, como diría un cineasta muerto: para caminar.

Puede ser la oportunidad para priorizar al ser humano, la salud, la educación, la cultura, por encima de la economía capitalista, esa fiera de alta voracidad, que solo apunta a las ganancias de unos cuantos y la pauperización de muchos. La pandemia también puede promover los sueños. Recordemos a Próspero, el de La tempestad: “Nuestra pequeña vida se encierra en un sueño”.

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