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Vasallaje pastrano-uribista

Reinaldo Spitaletta

17 de abril de 2017 - 09:00 p. m.

El vasallaje, una expresión del feudalismo, ha sido una característica de mandatarios y otras figuras políticas de Colombia. Y se advierte en la historia con evidencias protuberantes desde los albores del siglo XX, cuando, por ejemplo, se agacharon en actitud de acólitos frente a las audacias de Teddy Roosevelt, el cazador y hábil manejador del garrote político, con Panamá. En 1906, en la Conferencia Panamericana realizada en Río, el gobierno colombiano cedió ante las pretensiones estadounidenses frente al istmo, que ya se había separado tres años antes.

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Fue tan evidente la injerencia gringa para la separación de Panamá, y los quehaceres intervencionistas de Roosevelt, que luego llegó una indemnización de 25 millones de dólares (la recibió el gobierno de Pedro Nel Ospina) con la que, además, los norteamericanos garantizaron para sus intereses la entrega del petróleo colombiano.

Jorge Eliécer Gaitán, que comenzó su carrera política con el debate formidable en torno a la masacre de las bananeras, acaecida en el gobierno conservador de Miguel Abadía Méndez, declaró en varias ocasiones, en sus ataques al imperialismo de Washington, y también a la oligarquía colombiana, que aquí los cipayos criollos tenían la metralla lista contra el pueblo y la rodilla en tierra frente al oro de los Estados Unidos.

Y la frase gaitanista trasciende la retórica y se erige en historia. En el caso de la masacre de los trabajadores de la United Fruit Company, en Ciénaga, en 1928, se evidenció con asombro cómo el gobierno apoyó a la transnacional, que tenía un enclave en la zona, y se fue en contra de las reivindicaciones obreras. La soldadesca, dirigida por el general Carlos Cortés Vargas, disparó contra centenares de huelguistas a los que ya, mediante decreto, se había declarado como “cuadrilla de malhechores”.

El sangriento episodio, que se pretendió disimular con el olvido oficial, ha sido una muestra de la actitud sumisa de los mandamases colombianos frente a la intervención extranjera. En Cien años de soledad, el evento se trata desde diferentes perspectivas frente a la lucha entre memoria y amnesia histórica. Y, al final de cuentas, la literatura es capaz de documentar una matanza que más pareció, por sus dimensiones, una pesadilla de crueldades e ignominia.

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Y puede que no hayan sido más de tres mil los muertos que llevaban en un tren de 200 vagones hacia el mar, pero, según documentos del Pentágono, los trabajadores asesinados llegaron al millar. Claro que para la verdad oficial por allá, por esas tierras incandescentes y exóticas, no había pasado nada. Todo era fruto de la imaginación calenturienta de agitadores.

Y mucho antes que la ficción ofreciera aspectos de la matanza (además de Cien años de soledad, La casa grande, de Álvaro Cepeda Samudio; Si no fuera por la zona, caramba, de Illán Bacca, en fin, fuera de textos históricos como Bananeras, testimonio de una epopeya, de Gabriel Fonnegra), el debate de Gaitán ofreció elementos de juicio sobre la culpabilidad del gobierno en los acontecimientos. El lacayismo de la clase dirigente colombiana era manifiesto y grotesco.

Y así, hasta los tiempos que discurren, una de las características de los que por estas geografías tienen o han tenido el poder ha sido la de ser peones de los dictados de la metrópoli. Para no ir muy atrás, desde los días de la “apertura económica”, con apagón incluido, los diferentes mandatos han mantenido su condición de subordinados frente a las imposiciones extranjeras. Y, entre ellos, parece haber una competencia a ver cuál es más obediente y dócil con el patrón.

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Sobre la reciente visita pascual, o, en otro sentido, de sayones, de dos expresidentes colombianos a Donald Trump, se han tejido varias interpretaciones. Una, que los dos, Pastrana y Uribe, están creando una suerte de “paradiplomacia” con la que quieren reemplazar la oficialidad y los conductos regulares. Ah, no hay que olvidar (no es accesorio el recorderis) que Santos fue ministro de ambos expresidentes. Y que su posición, pese a los chistecitos tropicales de que es “castrochavista”, siempre ha sido proestadounidense.

La otra, y que tiene más sentido, es la de que, los dos a una, pretenden renovar su vasallaje señorial y sus buenos oficios de pajes con el gobierno gringo. Ya en esa actitud tienen callo (Plan Colombia, apoyo de invasión a Irak, etc.), dado que ni siquiera usan rodilleras.

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Habrá que esperar si Trump desea tener en uno de sus solares un mercado más tranquilo o si prefiere echarle más leña al fuego, que de todos modos con “cara” gana él y con “sello” pierden los de siempre.

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