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Vientos del Che Guevara

Reinaldo Spitaletta

13 de octubre de 2014 - 11:20 p. m.

Le cortaron los pulgares, quizá para guardarlos sus verdugos como amuletos.

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O como trofeo de caza. Lo de las huellas dactilares era un decir, porque ¿quién otro podría ser aquel barbado, de ojos de profeta y respiración asmática, como la de un bandoneón melancólico? “Va a matar un hombre”, le dijo, serena la voz, firmeza en la mirada, al que le iba a disparar a mansalva y sobre seguro. Y después de la fotografía del hombre muerto (alguien gritó: “¡parece un cristo!”), después de incinerar su cadáver, después de la primicia periodística, el hombre, ¡ay!, siguió viviendo.

El mismo que había viajado en motocicleta por la América neocolonial, y recalado en Guatemala donde presenció la invasión gringa y de la United Fruit que depuso al presidente Jacobo Árbenz en 1954, el mismo del Granma y de la Sierra Maestra, el que entró en Santa Clara para ser parte de la historia, lo convertían en cadáver en un perdido caserío boliviano, con su desenfocada teoría foquista derrotada por la realidad, pero con sus utopías vivas. Era octubre 9 de 1967. Y aquel hombre que en Punta del Este pulverizó al imperialismo y a la Organización de Estados Americanos, yacía muerto.

La patrulla al mando del general Gary Prado Salmón, en La Higuera, con armas norteamericanas, “dio de baja” a Ernesto Guevara, alias el Che, argentino y cubano. Ese día, el sol salió temprano. El muerto era de contextura histórica, que crecería con el tiempo, al tiempo que los “soldaditos bolivianos” y su general pasaban a ser parte de la oscuridad. El certificado de defunción advertía que “el día lunes 9 del presente, a horas 5.30, fue traído el cadáver de un individuo que las autoridades militares dijeron pertenecer a Ernesto Guevara, de aproximadamente 40 años de edad habiéndose constatado que su fallecimiento se debió a múltiples heridas de balas en tórax y extremidades. Vallegrande, 10 de octubre de 1967”.

El “cañón de futuro” del Che se apagó en Bolivia, pero, qué extraño, siguió disparando sobre la historia, con su “mano gloriosa y fuerte”, como lo canta Carlos Puebla. Aquel hombre al cual la CIA le puso espías con cara de mujer y cuerpo de ametralladora, moría para seguir viviendo en banderas, en consignas revolucionarias, en la memoria popular y en la eterna fotografía de Alberto Korda, que adivinó su presencia en el porvenir.

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En La Higuera apagaron al rosarino-habanero, al de “patria o muerte”, al del destino itinerante, aquel que no dejó nada material a sus hijos ni a su mujer, al médico revolucionario. Lo apagaron para que su fuego siguiera vivo. Aunque con su efigie han promocionado rones, lencería, bombones, cosméticos, carros de lujo, camisetas y otras mercancías, también su figura ha desfilado por las manifestaciones estudiantiles, por las huelgas obreras, por los gritos de humillados y ofendidos del mundo.

Las ideologías dominantes lo han querido transmutar en caricatura, en llavero, en poster vacío, en anécdota. Con todo, el hombre sigue ahí, a veces comparado con Gandhi, a veces con Jesús, iluminando el espinoso camino de los que aspiran a cambiar la sociedad, a los que anhelan justicia social y a construir progreso para todos.

El Che, acribillado por militares en una escuela; el mismo que tuvo contradicciones con Castro; aquel que el capitalismo ha querido vaciar de ideas y contextos históricos para volverlo fetiche, sigue caminando. Como las utopías. Como los sueños. Convertido en símbolo de luchas por la dignidad de los pueblos, su comportamiento de darlo todo por una idea, lo asimila a una suerte de profeta (¿profeta del fracaso?, se preguntarán algunos), que no se dejó obnubilar por los espejismos de la burguesía.

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Al Che, tras ser capturado, lo asesinó el suboficial Mario Teherán. En La Paz habían hecho un consejo de guerra y la oficialidad boliviana (manejada por la CIA) decidió que había que matarlo, porque, después del ruido que había hecho la detención del vitrinero Régis Debray, era mejor no someterse a las presiones internacionales. Y enjuiciarlo para ponerlo en la cárcel, no les pareció pertinente.

Octubre tiene memorias de La Higuera, de una escuelita donde fue abatido un hombre. Y el viento trae canciones que homenajean a ese que, transformado en cadáver, siguió andando. “¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!”, le hubiera cantado Vallejo en su poema Masa. Pero Vallejo había muerto casi treinta años atrás. El Che continúa cabalgando, como don Quijote. Dicen que los vientos del pueblo lo llevan al vuelo. En la historia.
 

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