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Todavía hay quienes creen que el imperialismo se acabó, que ya es parte de un pasado lejano, que no ha sido dañino ni invasor, que todas sus maniobras han sido un aporte a la “libertad” y la “democracia” de países que la adulteraron y manipularon, y ellos, los imperialistas, aparecieron como “salvadores” o “mesías”. Hace 20 años, en una agresión sin límites contra un pueblo, con una violación crasa de la soberanía y una demostración de barbarie, Estados Unidos invadió Irak.
El entonces presidente de Estados Unidos, George Bush, con una serie de argumentos falaces, justificó la horadación del territorio iraquí diciendo que había allí armas de destrucción masiva de parte del régimen de Saddam Hussein, su antiguo aliado, y que el país de la “libertad” estaba para llevar esta a los que carecían de ella. Ni la ONU, que no aprobó la invasión, y que ha sido un aparato de bolsillo de Washington, pudo detener la sangrienta operación gringa.
Estados Unidos detuvo y procesó a Saddam, y con el tiempo se pudo demostrar que Irak no poseía armas de esa naturaleza, que todo había sido una farsa montada por el imperialismo con distintos objetivos estratégicos, como los de someter a un pueblo soberano, controlar el mercado petrolero, disponer la presencia de transnacionales para el proceso de reconstrucción (un lucrativo negocio) y destruir bibliotecas y antiguos patrimonios culturales que no solo eran de Irak sino de la humanidad entera.
El engaño de las armas, utilizado por Bush y sus conmilitones, dejó una estela de sangre y muerte entre la población civil iraquí. Además, tras la invasión y la ocupación de la soldadesca estadounidense, Irak se dividió en facciones contrarias, que protagonizaron choques violentos entre sí, y el país se sumió en una gran miseria. Los miles de víctimas iraquíes han sido un testimonio de la flagrante violación estadounidense a los principios de convivencia pacífica y de la libre autodeterminación de los pueblos para dirimir y orientar sus destinos.
Bush es un criminal de guerra, pero no hay ninguna corte que lo juzgue. Son los del imperio los mandamases, los arbitrarios, los disfrazados de demócratas, los que deciden cómo aplastan, cómo dominan, cómo actúan y mienten para tener a sus pies a los sometidos. Hay que recordar que George Bush no estuvo solo en esta aventura imperialista. Lo respaldaron Gran Bretaña, España y otros países. Por estas tierras que han sido coto de casa de EE.UU. —hay que recordar— el entonces presidente Álvaro Uribe se puso como obediente vasallo del lado de los invasores. Una vergüenza histórica.
El imperialismo (Lenin lo calificó como la fase superior del capitalismo) ha sido un entramado de dominación y explotación de muchos países por parte de una pandilla de unos cuantos, de una minoría de potencias, entre las que Estados Unidos y el capital financiero imponen sus condiciones y hegemonía. Obligan, con distintos mecanismos y poderes, a una dependencia de los sojuzgados a los intereses máximos de la metrópoli o conjunto de estas. Hoy, estas cadenas y condiciones a favor de los verdugos, se concentra, mediante la tecnología y las innovaciones, en la subordinación a los rubros financieros y comerciales. Así chantajean, ordenan, obligan a que se cumplan sus lineamientos.
A fines de la Segunda Guerra Mundial se creó el Fondo Monetario Internacional (después, otros organismos de la banca multilateral), controlado por Estados Unidos. Así, puede disponer a su amaño de imposiciones políticas a los países dependientes. Indica cómo deben hacerse las reformas tributarias y otras que abren las compuertas a las transnacionales y al dominio del mercado. Entre sus variados mecanismos para controlar el mundo, no solo a través de la globalización de mercados, sino del negocio de las armas, la guerra y otras amenazas, cuenta con la utilización de medios masivos de comunicación, que son apéndice para la propaganda y el mantenimiento apacible de un enorme rebaño.
El imperialismo, en síntesis, es un sistema de dominación económica, política, militar e ideológica que se vale de multiplicidad de mecanismos, unas veces con sutileza, pero en la mayoría de ocasiones con el ejercicio de la fuerza, disimulada en negocios leoninos, tratados de libre comercio, la presencia de corporaciones y otras formas de poder. Aspira al reparto del mundo y diseña las maneras de lograrlo. Pone a su servicio territorios que son parte de su corral para sembrarlos de bases militares.
Al poder de la propaganda como si fuera el soma de la distopía “Un mundo feliz”, le agrega modos extorsivos con disfraces de “buena voluntad” o de “ayuda humanitaria”. Cuando quiere, bombardea. Cuando apela a otros métodos menos ruidosos, ya sabe que cuenta con sus adláteres y títeres en sus neocolonias. Es capaz, a su antojo, de reducir las presuntas autonomías nacionales y apoderarse de lo que le venga en gana, unas veces en selvas, otras en mares. Y así hasta la acometida de acciones infames, como las de hace 20 años en Irak.
