Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hubo un tiempo, no muy lejano por cierto, en que se advertía, sobre todo de parte de las señoras, entre ellas algunas tías: “no se debe discutir ni de religión de ni política”.
En esa declaración había, más que prudencia, una suerte de desasosiego. Eran los días en que una y otra estaban atravesadas por distintas violencias, en un país como Colombia, caracterizado por sus intolerancias y resolución de conflictos a punta de machete y bala.
Después, al binomio política-religión se le agregó el del fútbol, porque, vuelto negocio, lavadero de activos, mampara de mafiosos, el fútbol profesional (el mal también se trasladó al amateur y se instaló en las barriadas) se erigió como otra especie de radicalismo lumpenizado, en el que un color de camiseta puede convertirse en sentencia de muerte. O mínimo, en cuota inicial de una paliza.
En los tiempos de la violencia liberal-conservadora, gritar, por ejemplo, vivas a un partido, era tan peligroso como señalar a alguien de comunista o de ateo. Se sabe que hordas azules iban incendiando y matando al coro de “tú reinarás, este es el grito…”, y hasta el gaitanista Guillermo Buitrago, el trovador del Magdalena, tuvo que disimular sus intenciones de darle vivas al partido liberal y entonces compuso El grito vagabundo (“yo quiero pegar un grito y no me dejan…”), como una manera de sugerir las cosas, las intenciones, sin ponerse de carne de cañón. Eran calendas de atroz intolerancia política y religiosa.
La libertad de expresión, una conquista de la razón ilustrada, tuvo en Colombia (bueno, todavía los tiene) enemigos a granel por esas fechas de barbarie. Periódicos sometidos a censura, pero también otros credos inadmitidos porque solo había una religión verdadera. Censura para libros, teatro, espectáculos musicales, cine, mediante juntas, decretos y otros mecanismos, convirtieron al país en un feudo de fanatismos. Surgimiento del terror con chulavitas, escopeteros, pájaros y bandidos de todos los pelambres, al servicio de terratenientes y otros mandamases, completaron un panorama de desventuras para el pueblo.
Y volviendo al derecho fundamental de la libertad de expresión, el mismo que invocaron los norteamericanos en su independencia, y los franceses en su revolución, no se puede limitar a hablar, por ejemplo, solo de economía o de arquitectura. Da para referirse a todo, para cuestionarlo todo. Y para que todos los pensamientos y pareceres tengan posibilidad de tener presencia. Es el que garantiza el disenso, la discordia civilizada, es decir, aquella que hace ver al mundo de muchos colores, sin absolutismos. Y sin que los contrincantes sufran daño.
La libertad de expresión garantiza (debe garantizar), por ejemplo, que el papa Francisco diga que no se puede insultar la fe de los demás, y que muchos estén en desacuerdo con la afirmación, sin declarar por ello guerras civiles, cruzadas ni establecer inquisiciones. Y que un caricaturista se burle de Mahoma, o de Jesús, o del arcángel Gabriel, o de Abraham. O de Bush. O de Santos. O de Obama. O de las Farc. No por ello habrá que convertirlo en papilla o tumbarlo a punta de kalashnicovs. No se pueden poner trabas a la libertad de pensar.
Decía Voltaire, en su Tratado sobre la tolerancia (su lectura se ha disparado ahora en Francia) que “a los griegos, por ejemplo, por muy religiosos que fuesen, les parecía bien que los epicúreos negasen la Providencia y la existencia del alma”. Hay que persuadir y no forzar, advertía un padre de la Iglesia. Y en cuanto menos dogmas haya, menos disputas habrá, y a menos disputas, menos desgracias. Así lo vio el ilustrado francés.
Dogmatismos y fanatismos son enemigos de la libertad de expresión. Aquellos apelan a la violencia y la censura, porque son débiles. Ironía y sátira son armas de la inteligencia, la misma que permitió, por ejemplo, que Swift pudiera denunciar las causas de la hambruna en Irlanda y a Thoreau apelar a la desobediencia civil.
No sé si todavía por estos breñales las señoras todavía digan que de religión y política es mejor no “meneallo”. Precisamente, son temas de alto interés para el debate y la crítica. Voltaire, maestro de la mordacidad, tenía una divisa: “No dejes de pisotear al infame”, o sea algo así como jamás seas tolerante con la intolerancia. Por ahora, hablemos de fútbol.
