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Bololó

Renson Said

27 de abril de 2020 - 04:33 p. m.

En Cúcuta decimos “bololó” cuando se arma una trifulca. Es probable que la palabra haya llegado a nosotros a través de la música venezolana o caribeña. Sea como sea, estamos acostumbrados a que un bololó es un completo desmadre. Más o menos como lo que sucede cuando los congresistas se cogen a patadas entre sí: se armó una trifulca, se dice. O sea: un bololó.

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Hubo una época en Colombia en que los enfrentamientos entre políticos se daban con discusiones inteligentes, que exigían cierto rigor académico y mucho ingenio para argumentar. Gerardo Molina, por ejemplo, cada vez que le tocaba intervenir en algún debate en la Cámara de Representantes desarrollaba sus ideas en discursos memorables, con un tono de voz profesoral que arrancaba aplausos de los asistentes. Fue un hombre de una cultura vastísima como la de los grandes patriarcas de la república liberal de los años 30 y 40 del siglo XX.

Hubo un político colombiano que confeccionó una gramática latina; un presidente conservador que traducía a Kavafis. En el año y medio en que Rafael Uribe Uribe estuvo preso, luego de la Revolución Liberal de 1885, escribió su Diccionario Abreviado de Galicismos, Provincialismos y Correcciones del Lenguaje. Tuvimos presidentes filólogos, novelistas, poetas, traductores. Todavía hoy se recuerda como pieza maestra de la literatura nacional la respuesta de Gilberto Alzate Avendaño a la indagatoria a la que fue sometido durante la investigación judicial de una huelga de choferes en Manizales, a finales de 1943.

Liberales como Alfonso López Pumarejo, conservadores como Álvaro Gómez Hurtado, dirigentes de la izquierda liberal como Luis Villar Borda, daban a sus discursos e intervenciones –incluso a sus artículos de prensa- un tono de sabiduría que sus electores sabían agradecer.

- Hoy, en cambio, lo que se ve es puro bochinche, puro bololó

Escuchar a los políticos de hoy –“si lo veo, le doy en la cara, marica”- es un retroceso histórico en el lenguaje, un deterioro del idioma que se ve reflejado en las leyes que promulgan: el desprecio al conocimiento, a las humanidades, al desinterés por la poesía, la preocupación por acabar con la cátedra de historia y la disminución del presupuesto a las actividades culturales. Una cuadrilla de mandriles lo haría mejor que estos dirigentes iletrados que cuando hablan, el hedor de lo que piensan marchita las flores.

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No digo que el presidente de la república tenga que ser filósofo. Ni que un senador recite de memoria las obras de Spencer. Lo único que uno pide es que al menos sepan leer. O sea, que lean las leyes que aprueban. Y ni eso. No saben leer, no saben pensar, consecuentemente sus actos de gobierno (¿tengo que citar a Simón Gaviria?) son de gente iletrada.

Cuento una anécdota: en Cúcuta tenemos las Crónicas de Nuremberg, un incunable impreso en Europa en 1493 (empastado en madera, forrado en cuero, guarniciones de metal, grabados de Durero: hermoso y único en el mundo), donado a la ciudad por el presidente Marco Fidel Suárez en 1924 y que reposa en caja fuerte en la Biblioteca Departamental y para el público se dispuso de una copia. El alcalde de la época, Ramiro Suárez Corzo (hoy preso en La Picota por asesinato) lo quería vender cuando se enteró que tenía un precio de 7 millones de dólares. Con esa plata iba a regalar mercados para los barrios con todo el bochinche del mundo. Como las cuentas en su calculadora no le daban, vendió el bosque popular, el único pulmón verde de la ciudad. Y nadie dijo nada porque se impuso el ruido.

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-Y la gente lo aplaudió. ¿Por qué?

-Por el bololó.

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