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Llevo 40 años viviendo en Alemania y me atrevo a afirmar, con la desarmante iconoclasia exigida por este género de afirmaciones, que los alemanes son una gente absolutamente normal y que no se diferencia del resto del mundo sino por el hecho de hablar el divino idioma de Goethe.
Naturalmente, al afirmar que los alemanes son gente normal, poco menos que casi los estoy insultando, mucho más que si los calificase de chovinistas, xenófobos, arrogantes, fríos, metódico-maníacos, y toda la gama de negativismos que suele ser el repertorio habitual de prejuicios cuando se habla de los compatriotas de Beckenbauer. Repertorio donde también cabe el elogio camuflado de insulto que consiste en llamarlos ‘cabezas cuadradas’.
La colombiana Patricia Zalamea, que vivió mucho tiempo en Caracas antes de venir a estudiar a Heidelberg y luego casarse y plantar su carpa aquí, aportó un enfoque original al tema con esta reflexión: “Para muchos, la puntualidad y el orden de los alemanes son signos de intransigencia. Para mí, son un indicio de humanidad. Quien haya vivido en una ciudad como Caracas sabe lo que significa la ausencia de esas cualidades: agotamiento, disgustos y esfuerzos superfluos; en una palabra: menos tiempo libre por culpa de un trabajo inefectivo”. Sea como fuere, hubo una estadística que un día me dejó un tanto patidifuso, pensando como pensaba que había al menos una característica que distinguía a los alemanes de todos los demás habitantes del planeta; la de ser los campeones mundiales del turismo. Y hasta puede que lo sean, en términos relativos, es decir: ellos son los que más tiempo y dinero invierten en viajar al extranjero.
Pero según la estadística, el país que más visitan durante los veranos es uno que se encuentra fragmentado en millones de parcelas de pocos metros cuadrados, generalmente orientadas hacia el sol poniente y protegidas por obras de mampostería o barandas metálicas: en otras palabras, los balcones de sus casas. Un vastísimo imperio al que se refieren irónicamente con el nombre de Balkonia. Ése sí que es su verdadero espacio vital, su Lebensraum. Lo que no deja de tener su lógica, porque el anagrama de Lebensraum no es otra cosa que el adjetivo ‘mensurable’. Como lo es un balcón. Sólo que Hitler no lo sabía. Después de lo cual sólo nos queda unirnos en un grito proferido a voz en cuello: Desprejuiciados del mundo entero, ¡uníos!
Ricardo Bada
