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La guerra incivil española

Ricardo Bada

22 de julio de 2016 - 11:12 p. m.

La incivil guerra española comenzó hace 80 años, el 18 de julio de 1936, y concluyó el 1º de abril de 1939. Yo nací el 10 de junio de este último año. Soy pues un hijo de esa guerra y un testigo insobornable de su lúgubre posguerra.

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Escribo estas líneas cuando, al cabo de unas décadas sangrientas y dolorosas, por fin se hace la paz en Colombia. Sea bienvenida, de todo corazón. Pero a fuer de sincero debo decir que el concepto de la paz, para mí, está orlado de negro. La paz del inferiocre general Franco fue la paz de los sepulcros, la mudez de las voces, el miedo a la represión (que podía terminar en las tapias del cementerio más próximo, y a tiros). Y por si ello fuera poco, el hambre: desde agosto de 1939 todos los alimentos estaban racionados.

Para peor, cuando termina la Segunda Guerra Mundial, al menos en Europa, estoy a punto de cumplir seis años y ya sé leer (la enseñanza casera de mi tía Joaquina), y leo en el diario que un organismo nuevo llamado Naciones Unidas ha decidido bloquear al régimen que gobierna mi país. Lógicamente, aunque sepa leer las palabras, en este caso no las entiendo. Pero, eso sí, terminaré sufriéndolas. La comunidad internacional le aplica la cuarentena al inferiocre... sólo que es el pueblo español quien tendrá que pagar las consecuencias.

Aquellos son los terribles tiempos que pasaron a la historia de España como “años del hambre”. No había subsistencias bastantes para todos, sólo para quienes podían permitirse el lujo de pagarlas. Floreció el mercado negro bajo un neologismo de triste recuerdo: el estraperlo. Y como todo estaba racionado, se formaban a diario largas colas delante de las tiendas que te podían vender —mientras les alcanzaran las existencias— ½ l de aceite, ¼ k de azúcar, 1 k de papas, todo con cuentagotas. Y como había colas simultáneas, los niños mayores ayudábamos haciendo alguna. Hasta la del carbón, y esa era una que me inspiraba miedo porque suponía el descenso a un semisótano negro como la conciencia del inferiocre y donde se respiraba el hollín suspenso en el aire.

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Ni siquiera mi hermano, cinco años menor que yo, recordaba nada de toda esta desgracia. Ello demuestra lo de prisa que va la historia, cabalgando el purasangre del olvido. Pero quienes crecimos en medio de la desgracia, padeciéndola día a día, preferimos el trotecillo sosegado de Platero. Y como todos los burros tenemos la tendencia notoria a mirar hacia atrás, para no dejar que se nos olviden ni el camino recorrido ni las penalidades sufridas. Y a ser posible, en el instante preciso, descargarle tremenda coz al pasado. La de mi generación se llamó “mayo del 68” y le cambió la cara al mundo.

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