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Supongo que un pañuelo es imprescindible para visitar la tumba de Dorothy Parker en Nueva York, donde murió en 1967.
No es que yo tenga como actividad favorita recorrer cementerios en busca de muertos que quisiera estuvieran vivos —como me sucede con la escritora norteamericana—, sino que la idea de visitar algún día a la señora Parker para “mirarla más de cerca” me hace caer en cuenta de que a ella, la mujer del verbo filoso, hay que hacerle caso justamente en sus palabras. Y dejó por escrito sobre su tumba aquel tremendo y jocoso Excuse my dust (“Perdón por el polvo”). Anoto la ocurrencia del pañuelo, no se me vaya a olvidar. Un detalle para nada inocuo.
Eso lo aprendí de la señora Hazel Morse, protagonista del cuento traducido como La rubia imponente y publicado por primera vez en 1929, el camafeo que brilla más a medida que pasa el tiempo en medio de la obra escrita por Dorothy Parker. Pues bien, son los zapatitos color champaña de la señora Morse (hay mujeres a las que nunca podrás llamar por su nombre llanamente) los detonadores de esto que escribo. Un par de ejemplares puntiagudos que cubrían los diminutos pies que tan orgullosa hacían sentir a la señora Morse, una mujer que levantaba huracanes por ser así de imponente y hermosa, aun cuando contara con “manos largas y trémulas, acabadas en unas uñas amplias y convexas”, como la describe Parker.
Una vez casada, con más kilos y a los treinta y pico años, con el señor Herbie Morse, Hazel Morse ya no es tan divertida y suele estar triste, inmensamente. Nunca se quita, sin embargo, los zapatitos aquellos que atenazaban sus pies. Hunde sus penas en alcohol (en la fascinante edición emprendida por Nórdica Libros, la ilustradora Elisa Arguilé confiesa que elige rotuladores para dibujar a la señora Hazel Morse porque —como la protagonista— se diluyen fácilmente en alcohol) y se entrega a un par de amistades pesadas como el plomo. Y aquel calzado de tacón, tan incómodo, sigue vistiendo sus pies pequeños a lo largo de las ciento nueve páginas del cuento.
Hay un término —cuando se habla, lee o escribe sobre moda—: el must, que aparece con excesiva frecuencia y se utiliza sin permiso de nadie en dupla español e inglés en nuestro idioma. Un imprescindible, vaya. Y con esta palabrita se designa cuanta tendencia se impone en el día a día del imparable mercado de la moda. Pero hay algo más... Sí, tras el must está todo el andamiaje de seguridad con el que logramos salir al mundo y contar, a través de las prendas, quiénes somos. Curiosamente estas piezas calificadas de imprescindibles en un armario no suelen ocupar mucho espacio. Son detalles, algo más que un accesorio definitivamente, pero cuyo tamaño es inversamente proporcional a lo mucho que nos importa. Los zapatitos de Hazel Morse. El pañuelo que debo meter en la maleta. Los anillos llevados en simultánea en cuatro de los cinco dedos de una mano (asómense a cualquier portal especializado en moda). Cada quien, elija. A la señora Morse el destino le fue esquivo y feroz, pero siguió llevando sus apretados tacones color champaña, quizá porque sólo ellos le recordaban que la vanidad es mejor no dejarla morir nunca.
