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Lágrima irreal de la señorita Cora

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Rocío Arias Hofman
14 de febrero de 2009 - 02:34 a. m.
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COMO A PABLITO NO LE ARREGLAron el problema en la clínica, sino que se lo agravaron, es posible que el paso de los años no haya hecho nada por aplacar el incendio aquel que arrasó con esa forma de ser tan, tan, ¿cómo diría yo?, tan adecuada.

El apareamiento de las palomas en el alféizar de la ventana de aquella habitación que la madre intensa reservó para el cuidado del nene; las manos largas y la lengua inquieta de Marcial abriéndose paso entre la bata blanca, a merced de los oídos del muchacho arrebolado; el olor a almendras y el pelo castaño acercándose peligrosamente; la cirugía que devino en una fiebre perpetua; el puñal imaginado clavándose una y otra vez como si tuviera vida propia, como si la muerte fuera a solucionar la angustia recién descubierta.

La sombra de la señorita Cora sigue rondando a Pablo. Me atrevo a asegurarlo. Lo pienso sosteniendo la más difícil de las miradas: la que me devuelve un niño de ojos un tris separados, frunciendo los labios, con apenas dos años, tocado con un gorro de esos rusos de piel que cubren hasta las orejas, cuyo retrato ovalado aparece fechado así: Suiza, 1916. La foto la encontré en el catálogo de la exposición “Un (re)encontro con Galicia” que organizó la primera mujer de Cortázar, Aurora Bernárdez, en 2006. El niño aquel, claro, Julio Florencio. Como diciéndole ya a Herminia Descotte, su madre, lo que escribiría más tarde: No puedo allegarme, mamá, no puedo ser lo que todavía ves en esta cara. Y no puede ser otra cosa en libertad porque en tu espejo de sonrisa blanda está la imagen que me aplasta, el hijo verdadero y a medida de la madre, el buen pingüino rosa yendo y viniendo…

Luego está la otra imagen, la del hombre. Tomada en 1936. Un sillón de mimbre pintado de negro y en él, como si fuera el gato en el regazo del asiento, el escritor en ciernes. Figura Cortázar con bata de estar por casa, rayada y cruzada al pecho, descubriendo sin embargo el nudo de la corbata. La cara, pecosa. Los ojos grandísimos y serios, el pelo pegado, muy engominado. Las manos sostienen un libro que apoya el canto sobre el muslo flaco. Enseguida releo con avidez lo que relatan las periodistas argentinas Leila Guerriero y Carla Castelo en el meticuloso perfil que elaboraron del fabulador coterráneo “era un chico enfermizo. Prefería el silencio de los libros a cualquier potrero. Se fascinaba con los palíndromas, las superficies espejadas, los cristales de colores que prisman y reflejan la tez, los anteojos que deforman la aburrida realidad…”. Y Cora, la señorita, la enfermera que le enferma, sigue ahí. Apuesto que sí. Se le nota en el corazón que no se ve.

Algún apio verde le cantaría Lucas a nuestro monsieur. Por los 25 años que han pasado sin dejar un día de ser recordado por alguien, por los rayuelianos, por las filas de cronopios y famas que quizá acoliten las visitas raras que, a veces, se hacen a las tumbas de los muertos. Como para comprobar que la lápida existe en el cementerio de Montmartre en París. Como por certificar que su nombre está grabado en granito gris y que pétalos mustios y papelitos pendejos reposan sobre las letras hendidas. Cora debe ser hoy una viuda de bolero, con muchos amantes para recordar y un perfume anciano pegado a la piel.

Estoy segura de que la señorita Cora nunca pudo casarse, mientras que Pablo sí. La del dolor fue ella, los platos rotos no los pagó finalmente el adolescente operado de apendicitis. Ahora Cora debe ser quien murmure en soledad lo que Julio le escribió a Pablo: me tapó y me pasó la mano por la cara. Yo cerré los ojos y hubiera querido estar muerto, estar muerto y que ella me pasara la mano por la cara, llorando.

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