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Empresas, dinero y democracia

Rodrigo Uprimny

19 de abril de 2014 - 09:00 p. m.

El mismo día que la Corte Suprema de Estados Unidos anulaba los límites a las contribuciones privadas a las elecciones, el Tribunal Supremo de Brasil tomó una decisión en sentido contrario.

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Vale la pena analizar estas dos decisiones contrapuestas, pues tocan con un desafío teórico y práctico para nuestras democracias: cómo regular la influencia del dinero y de las empresas en las elecciones.

Hace dos semanas critiqué la sentencia McCutcheon de la Corte Suprema de Estados Unidos, que prácticamente eliminó todo límite a las contribuciones privadas a las campañas. Una lectora aguda me informó que ese mismo día el Tribunal Supremo del Brasil anunciaba que la mayoría de sus integrantes votó a favor de prohibir las donaciones de las empresas a las campañas y a los partidos políticos.

Estas dos decisiones se fundamentan en concepciones diversas de la democracia.

La sentencia estadounidense invocó la libertad de expresión: una persona puede usar libremente su dinero para difundir su mensaje político, por lo que una limitación a los gastos electorales y a las contribuciones privadas a las campañas violaría esa libertad. Esa sentencia expresa entonces una concepción liberal e individualista extrema de la democracia; el proceso político es una especie de “libre mercado de las ideas” y por ello las amenazas vienen exclusivamente de las restricciones estatales, no del poder del dinero.

La decisión brasileña se fundó en el principio de igualdad política que se vería afectado por la financiación de las campañas por las empresas. Como dijo el magistrado Lewandoski, en una democracia el voto de cada ciudadano debe valer igual, pero las donaciones millonarias de las empresas desfiguran ese principio, ya que las personas comunes no tienen cómo contraponerse al poder económico empresarial. Es pues una visión más igualitaria de la democracia.

Creo que los brasileños tienen razón, pues la visión estadounidense desconoce que las desigualdades económicas generan desigualdades de poder comunicativo. Y si no hay restricciones al uso del dinero en las campañas electorales, entonces la democracia degenera en plutocracia, pues los ricos pueden usar su abrumador poder económico para dominar las elecciones y silenciar las voces de los pobres.

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El principio brasileño “una persona un voto” debe prevalecer sobre la visión estadounidense “un dólar un voto”. Pero, independientemente de mi opinión, es claro que este debate sobre la regulación de los gastos electorales y de las contribuciones privadas a las campañas y a los partidos es trascendental en cualquier democracia, y en particular en Colombia, que es uno de los países más desiguales del mundo. Los candidatos presidenciales deberían no sólo pronunciarse sobre este punto, sino además explicar públicamente cuáles son sus gastos electorales y quiénes los financian.

***

Entiendo la decisión de Daniel Samper. Pero eso no quita que, como santafereño y lector y admirador de su trabajo periodístico, extrañaré sus columnas.

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