Entre el diálogo democrático y el estado de sitio “de facto”

Rodrigo Uprimny
01 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.

Frente a las protestas masivas que se iniciaron el 21N y que ya son históricas por llevar más de una semana, el gobierno Duque duda: abre algunas compuertas de diálogo, pero al mismo tiempo se cierra a verdaderas reorientaciones de su política y pone en marcha una especie de estado de excepción de facto.

La compuerta es su estrategia de “conversación nacional”, al estilo Macron frente a las protestas de los chalecos amarillos.

Si estuviéramos en una situación normal, esta “conversación nacional” sería bienvenida como una forma de superar nuestra polarización y avanzar hacia la construcción de consensos democráticos. Pero en este momento, esta conversación nacional, que prevé prolongarse hasta marzo (sí, hasta marzo, señor lector), es insuficiente, pues se necesitan respuestas rápidas iniciales frente a la gravedad de la crisis, como una reorganización del gabinete o la adopción de medidas que respondan a ciertas demandas de las protestas. Pero inexplicablemente eso no ha sucedido.

Además, Duque ha minimizado el papel de ciertos actores, como los estudiantes o los promotores del paro nacional, que si bien no tienen el monopolio de la representación de las protestas, son claves. El Gobierno ha excluido también ciertos temas, como la discusión sobre el Esmad, que es esencial, en especial después de la muerte de Dilan.

Estas restricciones de la “conversación nacional” derivan en el fondo del equivocado diagnóstico del Gobierno: que estas protestas son desórdenes impulsados por quienes perdieron las elecciones y quieren, como lo dijo el presidente, ganar en las calles lo que perdieron en las urnas. Para el Gobierno, estamos esencialmente frente a un problema de orden público (y no frente a una profunda insatisfacción social) y por eso ha puesto en marcha una especie de estado de excepción de facto.

Estuvo bien que el Gobierno no decretara la conmoción interior, pero muchas de las medidas tomadas tienen sabor del estado de sitio que vivimos durante la anterior Constitución: allanamientos injustificados, acuartelamiento de primer grado, militarización de las calles y toque de queda. Es cierto que hay leyes que autorizan esas medidas en tiempos de normalidad, pero su constitucionalidad es discutible, pues son típicas medidas de excepción. Además, en la práctica, el derecho de protesta ha sido severamente limitado pues muchas de ellas han sido disueltas violentamente por el Esmad, a pesar de que eran protestas pacíficas. ¿Quién dio la orden de disolverlas? La Policía y en particular el Esmad están también recurriendo a detenciones masivas y a requisas invasivas, que incluyen malos tratos y el examen de los teléfonos, como lo denunció en un dramático relato en Twitter el ilustrador Óscar Hernández. Finalmente, todo ha estado acompañado de detenciones y expulsiones masivas de venezolanos por supuestamente atentar contra la seguridad nacional, pero sin garantía del mínimo debido proceso en esas expulsiones.

El dilema es claro: el Gobierno puede seguir empantanado y empantanarnos a todos con esta mezcla explosiva de estado de sitio de facto y “conversación nacional” lenta e insuficiente. O puede asumir un liderazgo para encauzar democráticamente la crisis, si abre espacios de concertación y participación genuinos y eficaces, y toma medidas que muestren voluntad real de responder a las demandas sociales y de paz, como presentar inmediatamente un proyecto para revivir las circunscripciones especiales de paz. Eso no sería debilidad del Gobierno ni traicionar a sus votantes, sino reconocer que hoy una buena democracia tiene que articular la democracia electoral con la democracia de las calles.

* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.

 

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