Hace 50 años, Nixon declaró la guerra a las drogas y señaló que el abuso de sustancias psicoactivas, como la marihuana o la heroína, era el enemigo público No. 1 de Estados Unidos. Nixon llevó entonces a un nivel extremo el prohibicionismo, que había sido consagrado a nivel global con la Convención Única de Estupefacientes de 1961.
La idea detrás del prohibicionismo es simple: el abuso de estas sustancias es considerado malo y por ello hay que eliminarlo haciendo imposible, o al menos muy difícil, cualquier consumo a través de la penalización de la producción y distribución de estas drogas. Nixon extremó ese enfoque, con penas muy duras, incluso para el consumo, y convirtió las drogas en un problema de seguridad nacional, con lo cual empezó la presión de Estados Unidos a otros países para capturar narcos, destruir laboratorios y erradicar cultivos.
Medio siglo después es claro que esta guerra fracasó en su pretensión esencial, que era suprimir, o al menos reducir drásticamente, la oferta de esas sustancias. La evidencia es contundente. Según el Informe Mundial de Drogas, que es el reporte anual de la agencia oficial sobre drogas de Naciones Unidas (UNODC), las incautaciones de cocaína han aumentado: pasaron de 290 toneladas en 1990, a 700 en 2008 y llegaron a 1.300 en 2019. Aparentemente un gran éxito, pero en realidad un enorme fracaso pues la oferta potencial de cocaína no se redujo sino que se incrementó: pasó de 770 toneladas en 1990 a 865 en 2008 y a 1.720 en 2018.
La represión contra la cocaína aumenta, pero la oferta de cocaína crece, lo cual muestra que el mercado de esta sustancia es ilícito, pero está bien abastecido. Algo semejante sucede con las otras drogas, como la heroína o la marihuana.
Este fracaso no deriva de falta de recursos, sino que es un problema estructural. Un triunfo coyuntural, como la desarticulación de una mafia, provoca un desabastecimiento temporal, que haría más difícil el acceso a las drogas, que es lo que buscaría la prohibición. Pero esa alza incentiva que otros ingresen en esa actividad. Y como la producción de drogas ilícitas de origen vegetal, como la cocaína o la heroína, es técnicamente sencilla y los espacios geográficos para su producción inmensos, el efecto de esos éxitos parciales es el desplazamiento de la producción a otras zonas geográficas. Es el llamado “efecto globo” que es conocido y está bien documentado.
La prohibición, que fracasó en controlar la oferta, en cambio ha sido exitosa en provocar efectos antidemocráticos: incremento de la encarcelación, restricción de libertades ciudadanas, sobrecarga del sistema judicial y creación de mafias con enorme capacidad de violencia y corrupción. Y lo más paradójico: sin mejorar la salud pública pues la ilegalidad tiene sobre los consumidores efectos a veces más graves que la droga en sí misma, como el contagio de VIH por compartir jeringas. La prohibición impide además un control de calidad de estas sustancias y hace que los consumidores queden sometidos a las redes de distribución ilegal, lo cual agrava sus problemas de marginalidad y de salud.
La prohibición, en particular su versión extrema de guerra a las drogas, es entonces un fracaso. Sin embargo, a pesar de algunos avances significativos, como la legalización de la marihuana recreativa en ciertos países, los gobiernos mantienen la prohibición como si fueran adictos a ella. Pero medio siglo es demasiado: esa adicción puede y deber ser superada. Y los remedios para hacerlo ya los tenemos pues existen mejores formas que la prohibición y la guerra a las drogas para enfrentar el abuso de sustancias psicoactivas, como muchos lo hemos explicado en otros textos y como trataré de abordarlo en próximas columnas.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.