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Muchos creemos que la polarización es una amenaza seria a las democracias en general y a la colombiana en particular, mientras que otros consideran que no es así: que sólo los tibios le temen al debate fuerte y a la polarización. Vargas Lleras, por ejemplo, cree que la preocupación por la polarización es de “pusilánimes”, que es el título de una columna en que afirma que “no es momento de pasar de agache bajo el eufemismo de no confrontar y de no polarizar”.
Este enfrentamiento polarizado sobre la polarización está fundado en una confusión, que tal vez sea posible superar a través de una distinción conceptual entre polarización corrosiva o tóxica, desacuerdo y diálogo. En un artículo más largo del proyecto en la revista Cambio desarrollo más sistemáticamente esa tesis, pero la idea básica es simple.
Los conflictos son inevitables porque los seres humanos tenemos historias, intereses, valores y perspectivas distintas; además, muchas veces es imposible llegar a acuerdos y es normal entonces que haya discusiones, incluso muy fuertes, sobre cómo enfrentar esos conflictos. No debemos entonces huir del conflicto, del desacuerdo y de las discusiones pues no sólo son ineludibles, sino que pueden ser productivos. Tampoco debemos asustarnos porque no haya inmediatamente acuerdos y quedemos partidos entre distintos partidos que plantean caminos distintos. Esa diversidad política, que es la esencia del pluralismo democrático, les da opciones más ricas a los votantes.
El problema surge cuando los desacuerdos y los conflictos llevan a una división de la sociedad en grupos enfrentados, que ya no se reconocen como partes de una misma comunidad, sino que se descalifican como enemigos enfrentados en un juego de suma cero: cualquier avance del grupo rival es visto como una amenaza que debe ser combatida a toda costa. Y por eso cada grupo renuncia a dialogar y deliberar con el otro y se niega a aceptar las reglas democráticas básicas. Si el otro dice algo, entonces es éticamente errado; si el otro gana la elección, entonces hizo trampa. Llegamos así a una polarización corrosiva o tóxica, como la que existe hoy en Estados Unidos y hasta cierto punto en Colombia.
Esta polarización corrosiva es negativa al menos por tres razones: i) dificulta la adopción de políticas de Estado de mediana y larga duración, que en ciertos temas son necesarias; ii) pone en riesgo la institucionalidad democrática pues los resultados electorales son cuestionados sin fundamento; y iii) puede conducir a guerras civiles y violencias atroces.
Estos riesgos de la polarización corrosiva podrían llevar a la propuesta de silenciar el debate público, pero esa alternativa no es deseable pues la discusión pública vigorosa de nuestros asuntos comunes fortalece la democracia y contribuye al logro de una sociedad más justa.
El diálogo no consiste en conciliar todo, con el absurdo argumento de que cada uno tiene su verdad. No es una tibieza defectuosa, que es la negativa a asumir una postura determinada en temas complejos. Es más bien una forma de tibieza virtuosa, que consiste en tomar posiciones, pero aceptar que uno puede estar equivocado y estar dispuesto a cambiar de postura.
Nuestro desafío es entonces estimular una conversación y discusión democrática robusta, pero evitando al mismo tiempo la polarización corrosiva. En un diálogo sincero cada persona propone tesis y asume posiciones, incluso con pasión, pero debe estar genuinamente abierta a ser corregida por una evidencia que desconocía o por la superioridad de los razonamientos rivales. Y quien dialoga, lejos de negar la humanidad de su opositor, entiende que ambos hacen parte de una misma comunidad deliberativa y que gozan de iguales derechos. Y esa actitud no es de pusilánimes. Lo valiente no es polarizar, sino dialogar con quien piensa distinto.
* Investigador de Dejusticia y profesor Universidad Nacional.
