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Esta semana hubo una gran noticia: la aprobación en el Congreso de un proyecto que reforma los artículos 86 y 87 de la Ley 30 de 1992 a fin de fortalecer el financiamiento de las universidades públicas y de otras instituciones de educación superior. Esta reforma es buena al menos por tres razones.
Primero: por su contenido. Hasta hoy, los recursos que el Estado transfiere a las universidades públicas crecen al ritmo de la inflación, pues están atados al índice de precios al consumidor (IPC). En su momento, esa fórmula de la Ley 30 fue un avance: dio estabilidad a los ingresos de las universidades públicas, que antes dependían del lobby que estas hicieran cada año ante el Congreso o el gobierno. Sin embargo, la experiencia ha mostrado que ese mecanismo es insuficiente ya que los costos de la educación superior suelen crecer más rápido que el costo de vida en general. Esto implicó entonces un progresivo debilitamiento financiero de las universidades públicas, que algunos estudios, como el del Boletín No. 4 del Observatorio de la Universidad Pedagógica, han calculado en más de 23 billones de pesos, una suma enorme. El proyecto corrige ese problema hacia el futuro porque establece que, de ahora en adelante, el incremento anual se hará a partir de otro indicador calculado por el DANE, que es el Índice de Costos de la Educación Superior (ICES), que refleja mejor el incremento de los costos de las universidades. Y en caso de que en un año específico el ICES sea inferior a la inflación general, entonces el incremento se hará con base en el IPC.
Además de lo anterior, el proyecto reduce inequidades en la educación superior puesto que la Ley 30 no garantizaba una adecuada financiación de las instituciones técnicas profesionales, tecnológicas y universitarias. El proyecto las incluye, lo cual fortalece la educación tecnológica que el país tanto necesita.
Segunda razón: esta reforma fue aprobada en forma casi unánime en ambas cámaras. Esto muestra que, a pesar de la creciente polarización que vivimos, los acuerdos sobre temas esenciales, como la financiación de la educación superior, son aún posibles en el Congreso cuando los proyectos son adecuadamente sustentados y hay apertura al diálogo entre las distintas fuerzas políticas y sociales. Ojalá este espíritu persista y permita que otros proyectos cruciales, como el de la jurisdicción agraria, que había logrado amplios consensos en las comisiones, pueda ser aprobado en las plenarias en el próximo periodo.
Tercero: este fortalecimiento de la financiación de las universidades ha sido una reivindicación del movimiento estudiantil desde hace varios años, que incluso ha llevado a fuertes protestas y movilizaciones en las calles, al menos desde la MANE en 2011. El Congreso escuchó esas demandas. Así se dio un encuentro muy positivo entre la democracia callejera y las instituciones constitucionales representativas, lo cual robustece nuestra democracia.
Adenda. Hablando de universidades, y con ese espíritu de buscar acuerdos en medio de la polarización, creo que en nuestra querida Universidad Nacional debemos buscar una salida concertada. Una posibilidad (entre otras) es que hubiera un acuerdo para que el Consejo Superior pida al Gobierno que solicite a la Sala de Consulta del Consejo de Estado un concepto sobre qué debe hacerse para cumplir con las dos sentencias de la Sección Quinta de ese mismo tribunal. La razón: subsiste la controversia sobre el alcance de esas sentencias y el auto de la semana pasada de aclaración por esa misma sección aclaró muy poco. Yo sigo creyendo, por los motivos que he explicado, que el cumplimiento de esas sentencias y la mejor salida es la elección de un nuevo rector, pero tengo claro que el tema es discutible, que existen otras visiones y que no hay precedentes sobre un caso igual. Un concepto de la Sala de Consulta, que puede salir en unas semanas si el Gobierno le pone urgencia, podría facilitar una salida concertada.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.
