Columna vertebral

La Tierra tiembla, La Tigra ruge

Rubén Mendoza
28 de febrero de 2019 - 05:00 a. m.

En un puntico de la tierra sucedió magia cierta, mientras un concierto de mentiras se consagraba en la frontera.

Dentro de toda la mugre que este pueblo resiste sin apenas quejarse, así le rompan las promesas de campaña en la cara, no más subir al cargo, buscaba afanosamente algo por rescatar al final del año, para hacerle frente a la depresión de estos 100 años de retroceso que hemos vivido con el nuevo gobierno. La única esperanza que encontré fue la lucha titánica que dieron los estudiantes. Cara como un ojo de la cara. Barata o nula para nuestros gobernantes, como un ojo de la cara ajeno, de cualquiera, de un estudiante, de un súbdito.

¡Vivan los estudiantes! La única esperanza, la única luz y mecha de fin de año. Y que sigan viviendo, y que sigan molestos porque sabemos que la palabra de este Gobierno no dura sino el afán de apagar el incendio: así sea con sangre.

Pero empezó el año y las estadísticas empeoraban. A este país que le enseñaron a la brava y aprendió reclinado en su ignorancia que pensar en el bien común es un error; que llevar una camiseta en contra de la guerra es una razón para darle muerte al portador. Que la diferencia se aniquila, no importa si hay que inventarse los muertos y disfrazarlos de lo que toque, no importa que haya que exterminar un partido entero, un movimiento ciudadano, miles… cada tantas pocas horas un líder social muerto. “Líder social” son dos palabras que huelen feo, fastidian, se leen en Colombia como quien decodifica con palabras un mosquito insoportable en el oído: que cada líder y sus familias antes más bien agradezcan que no lo mataron antes.

Mientras toda nuestra casta idiota de jefes políticos arma una cortina de humo con Venezuela, como ya lo han hecho con cortinas de bombas, y se inventa un concierto para recolectar fondos para darle al país al que los mismos organizadores del concierto han bloqueado (una pantomima que ni la Cruz Roja o la ONU han recomendado), mientras tanto, el país se cae. No importa el hambre ni el desastre del Chocó o la Guajira, ni nuestras decenas de miles de caídos en la calle al disparo de la indiferencia. No importa que desaparezcan los ríos, ni que construyan represas-bombas-de-tiempo, ni que se caigan los puentes, ni el cianuro que se les suministra a los testigos con la misma facilidad con que saben quién activó un carro bomba a la pocas horas de reventado, con nueva modalidad de mártir criollo en átomos, siguiendo la tradición de una justicia efectiva, rápida, maravillosa: la misma facilidad la del discurso público, tan diferente del privado: en público, señoras, en privado, “esto es una coima, marica”. Y esa casta acompañada de otra, mucho más pudiente pero peor de ignorante: artistas del lado de la verdad, supuestamente: quisiera ver al tal Maloma, o a cualquiera de esas estrellas criollas del concierto, cantándole a nuestros niños muertos de hambre, a los líderes asesinados, a las mujeres reprimidas, a las comunidades discriminadas, a los territorios usurpados, a los desplazados errantes. No. Ahora nos dirigen desde afuera los dolores, como si se nos olvidara que acá nos sobran pestes: no se necesita del “je suis”, ni “live aid”, ni ninguna ola maravillosa de afuera, cuando acá tenemos todos los ríos revueltos, dentro. Cuando no secos.

En otro punto de Colombia, casi al tiempo, se celebraba un fiesta frenética de cuatro días, regida fundamentalmente por la vida. Y por las semillas que combatan desde ya la ignorancia en los más pequeños y en los más aislados. Había un desfile casi chamánico de ideas, de cantos, de música, de baile, de trance. Muchas de las voces que deciden no agotarse estaban allá. Retando a la muerte con risa, con ritmo, con poesía, con dolor solidario. Empezando por la gran líder en contra de Hidroituango Isabel Cristina Zuleta y de ahí hacia abajo la pirámide de amor, de resistencia, de fuerza, se erigía. Sucedió en Piedecuesta. Ella y decenas de decenas de músicos, cineastas, escritores, pensadores: olorosísimos líderes sociales, lejos de esa casta arriba mentada. Artistas también, pero mirando antes adentro: a la casa.

Lo que ha logrado el gran músico, y poeta radical, y gran amigo del que lo conozca como amigo, y celebrador de la vida, y mente aguda como pocas, Edson Velandia (junto a su esposa, la también música y también líder y activista la Negra Adriana Lizcano, su familia, el resto de junta directiva, la gran Sandy Morales, Ana Trujillo y Doménico di Marco y su pueblo), con el Festival de la Tigra, Piedecuesta Ruge 2019, no es clasificable. Estuve presentando una película mía y dando una charla, y en lugar de correr en cuanto hacemos lo pactado como nos enseñan a los del cine, opté por quedarme a hacer registro gráfico, y por ahí derecho en mi cabeza auditivo, y anímico, y eufórico y rábico. Me quedé a atestiguar la magia que desde que frecuento he sentido en Piedecuesta: ese hervidero de ánimos, de talento, de locura, de extremos políticos. Ahí sucedió este festival, ya en su tercera edición.

Cuatro días de euforia del amor por las ideas, y del amor por la idea de que no hay desamor posible que desaliente a los que no somos capaces de tragarnos un país como el que nos quieren embutir a la brava. Pero no fue una fiesta de llanto ni de quejas. Fue una celebración entera de la vida. Edson, que en cualquier país decente que se amara a sí mismo sería un símbolo de la poesía, de la resistencia, de la risa, sería un símbolo de querer una vida digna, sería nuestra Violeta Parra, con su magia y su sinceridad se trajo a un ejército de inconformes que querían antes que nada lucir y desgarrar sus causas: sublimarlas con dinamita de cada talento. No importaba que hubiera paga o no, ahí queríamos estar todos. Cada paso del festival era una pequeña danza revolucionara y un manifiesto: como este año tuvo un premio público por convocatoria para ser hecho, NO SE COBRÓ NINGUNA ENTRADA para nada ni nadie. Si eso salía de un premio público es que ya lo pagó la gente, aclaró a alguien Velandia: “No se le puede cobrar a la gente dos veces”. Hubo una urna al revés: quien quería al final de cada evento se acercaba a dar lo que quisiera. Y el que no, pues no.

Una sola programación, nada en paralelo, quitaba lugar a cualquier duda y también las celebraba todas. Íbamos como una Iglesia de la Rebeldía del parque al teatro y del teatro al parque. Y tocaron de todo para todos: en las mañanas, cine y charlas con títulos sugerentes como “De guitarras eléctricas e hidroeléctricas” o “Fracking y shopping”, por nombrar un par, en donde se pasaba del arte al arte de la subsistencia en este moridero, al arte de la protesta, de organizarse para exigir derechos, dignidad alimentaria, cuidado sagrado del agua y de los ríos… a la misma hora en las veredas lejanas, barrios inaccesibles, poblaciones aisladas cercanas, llegaban a domicilio ideas, artistas, obras: abono, remedio… de nuevo abajo empezaban las actividades de la tarde en el teatro, lleno, que incluían cine silente de archivo santandereano no hace mucho descubierto y con hallazgos hasta de los años 20, musicalizado en vivo; lecturas dramáticas de literatura santandereana con música en vivo, con banda en vivo, dirigida por Sebastián Rozo alguna; o ensambles entre la banda del pueblo y un genio como Toño Arnedo. Y en la plaza todas las locuras mezcladas: las maravillosas y rebeldes Polikarpa y sus Viciosas, los mismos Velandia y la Tigra, Los Pirañas. Propuestas radicales en ejecución y en ideas: pero también hubo música andina de vanguardia, vallenato, metal, punk, electrónica, hip-hop, carranga: había alimento para todos. Y del bueno. Del que anima el baile y el baile del corazón el cabeza. Yo lo atestiguaba todo frenéticamente con la cámara, junto a los sistemas de sonido, y la carga era brutal, bestial: la aparición de artistas que en cualquier país serían protegidos y venerados como la increíble La Muchacha, de voz potente y preciosa y de ideas potentes y preciosas: lirismo, desastre, precisión; o Alejo García, o el León Pardo: todos artistas ignorados por la masa de los medios masivos… seguramente artistas indispensables en cualquier país en el que hubieran nacido que no fuera este. Este país odia a sus poetas, en este país nadie es poeta en su tierra. Cada músico, cada pensador es un volcán, lo fue esos días y lo es: son volcanes atorados por un sistema informativo que no solo los condena sino los menosprecia. Poesía escasa en los grandes medios, sí: pero cada vez más abundante, y más colorida, y más ardorosa, circula por cielos y cañerías distintos, imposibles de controlar en estos tiempos.

Todas las caras de ilusión se mezclaron. Todas las formas de amar el arte y la música, todos los estratos, todas las clases sociales, todas las edades, todas las formas de conocimiento culto y popular (que no son antítesis como nos enseñan). Los gustos opuestos conviviendo en el mismo parque, a todo volumen y a todo pulmón, esperando su turno, su oportunidad para expresarse. Baile, locura, genio. Cuando acababan los conciertos, el centro que desde siempre ha recibido a los músicos y otras formas de expresión y pensamiento en Piedecuesta, Kussi-huayra, siempre estrenando sede pero conservando un espíritu de fuego, impecable, recibía un aluvión de gente y de músicos, y empezaba la descarga, la borrasca de improvisaciones, los jams, el baile poseyendo el ánimo. Y cuando debía cerrar por ley Kussi-hayra, ya estaba abierta el alma de la calle de par en par, otro par de centenares seguía hipnotizando al pueblo, a la gente, a los espíritus, con músicas cíclicas que obligaban a cerrar los ojos, a desbordarse, en mi caso a disparar la cámara con los movimientos del corazón: disparé miles de veces como única manera de participar con un patrón rítmico de lo que hacían los músicos, en improvisaciones maravillosas hasta de 20 minutos: percusiones enfermizas, dementes, sanadoras, pitos del más allá, mientras un bruja maravillosa esperaba que abrieran un café internet para renunciar por esta vía a un trabajo de mierda en una ciudad distante, en un oficio distante. En mi caso, en cambio, era imposible renunciar al registro con todas las ondas atravesándome, todos los sonidos, todos los ruidos, todos los abrazos, como a tantos otros: una especie de ultraconsciencia. No había agotamiento: había trance. Había ideas, había locura desbordada, indignación, rabia, potencia e impotencia, vida: los imanes del corazón de cada uno a toda atracción, a toda marcha y todo contenido en lo único capaz de resistirlo: amor, esperanza.

Ya nos lo han robado todo por generaciones. Ya no tenemos nada que perder. Lo pediremos a fuerza de versos, a la fuerza de las notas, a la fuerza de los gritos, a la fuerza que toque, pero ya, como demostraron los estudiantes, no va a ser tan fácil. Podrán secar un río, con su soberbia y su ignorancia: pero somos miles de ríos dispuestos a morir en el intento, encaminados en agua pura y sangre hacia el mar de la libertad, del amor. No van a pasar. Acá fuimos todos estudiantes de un salón abierto en el parque, en el teatro… Hay cosas y amarguras que no lograrán escalar el muro de nuestra fiesta, de la vida. Y todo esto se sentía allá, al pie de la cuesta. Gracias a esta tierra delirante, y a toda la mitología que la habita, la que conozco y la que no. Gracias a los músicos, a las ideas, a la noche, al clima manso que nos abrazó. Gracias a Velandia, a su criterio, a su alma generosa que de regalo recibe la generosidad de vuelta de todos los convocados o autoconvocados que queremos simplemente estar allá, en esta danza de la vida, estos pocos días, reuniendo fuerza de tantas heroínas y guerreros, para enfrentar el resto, descolorido y enfermo al que quieren someternos.

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