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El presidente uribe lleva seis años insistiendo en que no existe conflicto interno.
Su correlato de política internacional es hacer declarar a las Farc como un grupo terrorista, lo cual hace agua frente al reconocimiento político de facto que ha logrado con el acuerdo para liberar algunos secuestrados. Francia, figuras del Partido Demócrata de Estados Unidos y todos los gobiernos de izquierda de América Latina han reconocido el carácter político de la guerrilla colombiana y apoyado su interés por un intercambio de rehenes.
Bernard-Henry Levy ha escrito muy corto y contundente que lo que más desean las Farc es que se les reconozca como organización beligerante. Y eso es un costo bajo para el Gobierno colombiano, que podría declararles la guerra y exigirse y exigirles que humanicen la contienda, que respeten las leyes de la guerra: no a la desaparición forzada, no a la toma de rehenes civiles, no a la conscripción de menores (algo que el presidente Chávez les adjudicó con un lapsus freudiano), no al uso de minas ni de pipetas llenas de metralla.
Una vez eliminado este obstáculo fundamental, se podrían diseñar las listas de secuestrados civiles y rehenes militares que las Farc están dispuestas a intercambiar por sus presos en las cárceles colombianas. El Gobierno tiene una inmensa superioridad moral frente a la insurgencia: ha sabido procesar a los guerrilleros capturados por un poder judicial independiente que les ha aplicado las penas contempladas en la ley. Su trato en las cárceles ha sido mejor que el que reciben los delincuentes comunes.
Las Farc han violentado a cientos de ciudadanos inermes, los han maltratado en su intimidad, en sus personas y bienes, han traficado con políticos y civiles para presionar al Gobierno u obtener retornos económicos que los han sumido en la degeneración moral. Algo de esto han reconocido al disponer la entrega de algunos de sus secuestrados en condiciones más precarias. Sorprende que no estén dispuestos a sacrificar más por recuperar sus propios presos, revelando su debilidad estratégico-militar frente al indudable fortalecimiento del Ejército y de la Policía. Cómo sólo les queda el poder que ejercen sobre sus víctimas, no están dispuestos a dejarlas ir fácilmente. Corren el enorme riesgo de que Íngrid Betancourt muera en sus manos, en vez de acelerar su entrega.
A partir de un canje de secuestrados y prisioneros por presos guerrilleros, el Gobierno haría bien en negociar un solo punto para alcanzar la paz con esa organización, consistente en ofrecerle todas las garantías para que se organice como partido político, sin dejar de juzgar los crímenes de lesa humanidad que han cometido al irrespetar todas las leyes de la guerra.
Fue un gran error de la administración Pastrana permitir una agenda dilatada que incluía la discusión de las políticas sociales y económicas del Gobierno y un eventual cambio de la Constitución. Mientras el Gobierno había surgido de unas elecciones legítimas y de un programa aceptable para todos los intereses, la guerrilla se había nutrido de la violencia indiscriminada y del crimen organizado para avanzar en su control territorial. No tenía por qué imponer nada de su programa contra una sociedad a la que coaccionaba y aterrorizaba. Pasará mucho tiempo para que los colombianos superen la profunda repugnancia que les generó el terrorismo fariano.
Nada programático tiene que ser discutido con la insurgencia, con la excepción de las garantías y condiciones para que puedan organizarse sin el uso de la violencia, sin ninguna combinación de todas las formas de lucha, pero también sin las campañas de exterminio organizadas por grupos paramilitares con la connivencia de algunos oficiales del Ejército y de la Policía, que liquidaron la Unión Patriótica. A las Farc sólo les quedarán los medios políticos para convencer a la sociedad colombiana de la bondad de sus programas y políticas, lo cual no será fácil.
