El filósofo alemán Ludwig von Feuerbach sentenció: “El hombre es lo que come”. Lo ilustraba con la comparación entre los ingleses, que consumían abundante carne vacuna y de ovinos, y los irlandeses, que se sostenían con una dieta baja en proteína animal. Los ingleses eran altos y fornidos; los irlandeses, bajos y delgados. Esta fue una de las razones para el dominio colonial de los primeros sobre los segundos.
Hilando más delgado y a nivel social, las clases altas consumen dietas intensivas en carnes, pescados, mariscos, licores y postres, mientras que la de los pobres es intensiva en carbohidratos y grasas, incluyendo la carne de cerdo y el azúcar para engañar el hambre. La carne de cerdo y sus derivados tienen el problema de contener grasas saturadas que son muy ricas al paladar, pero nocivas para la salud.
Según Pierre Bourdieu, en general, “las clases altas consumen lo ‘fino-magro-refinado-ligero’, lo ‘exótico-rebuscado-sano-natural-azucarado’ y bienes de ‘lujo’, mientras que las clases populares consumen lo ‘fuerte-graso-salado-rico’ y bienes de ‘necesidad’. Así, los productos de las clases altas serían: el pescado, las frutas o las verduras. Mientras que en las clases bajas se encontrarían: (sic) el cerdo, los dulces, las harinas o los productos alimentarios de consumo masivo”(Giselle Torres-Pabón). Las diferencias en educación de las amas de casa hacen que la dieta de los pudientes sea más sana y diversa que la de las clases populares que deben contentarse con el ripio del ganado: las vísceras y el hueso carnudo en las sopas para proveer la proteína necesaria y producir energía.
La dieta de los norteamericanos está caracterizada por el consumo excesivo de proteínas y carbohidratos, que ha conducido, por un lado, al fuerte aumento de la estatura promedio de hombres y mujeres y, por otro, a epidemias de obesidad entre la población y, en particular, en niños. En los años 30 del siglo XX el Gobierno de Franklin D. Roosevelt desarrolló una política de modernización agrícola que abarató el maíz y el trigo, acompañada de la adición de vitaminas a los carbohidratos, que propició el descuido sobre la calidad de la comida. Esto a su vez llevó a multiplicar el problema de la obesidad entre la población más pobre del rico país del norte.
En Colombia el desarrollo económico condujo a que el hogar perdiera participación en la preparación de los alimentos y estos se adquirieran en el comercio. Sin embargo, entre las clases trabajadoras se evidencia el uso de portacomidas con alimentos preparados en sus hogares, que se consumen en el sitio de trabajo. Las clases medias recurren a restaurantes que ofrecen almuerzos estandarizados a precios moderados. Este es uno de los factores que han impedido la implantación plena de la jornada continua en los sitios de trabajo, en la que se da un respiro de media hora para comer un sánduche con gaseosa.
La ganadería colombiana no aumentó suficientemente su productividad y cedió sus tierras más fértiles a los agricultores comerciales que multiplicaron sus cosechas de arroz, plátano, banano, sorgo y maíz. La carne vacuna se encareció relativamente, al tiempo que se desarrollaba la industrialización de la avicultura que fue una revolución: abarató la proteína baja en grasa y permitió mejorar la calidad de la dieta nacional. No ha habido un avance en productividad en el cultivo de verduras y hortalizas, con algunas excepciones como en Barranquilla: allí llegó una pequeña colonia de chinos que cultiva estos alimentos y los vende a precios moderados.
Se puede afirmar que la dieta de los colombianos es deficiente: es bajo el consumo de frutas y verduras, mientras que es alto el de grasas, carnes y azúcares. A pesar de eso, los estudios de Adolfo Meisel y Margarita Vega demuestran que durante el siglo XX la estatura de los colombianos aumentó siete centímetros, lo que sugiere que hubo una mejora sustancial en la dieta, además de otros factores como el ejercicio y la práctica de deportes, que condujeron a acercar más la realización de la estatura potencial de los colombianos, escrita en su ADN.