La meta de recaudar $25 billones (2,1 % del PIB) en la reforma propuesta por el ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo, es la más alta en la historia fiscal del país, comparable con la propuesta por Alfonso López Pumarejo en 1936. No es para menos: el déficit fiscal que lega la administración Duque es de 7 % del PIB, así que apenas comienza el proceso de acercar el gasto del Gobierno a su ingreso. Lo más probable es que no será la última reforma que propondrá este Gobierno.
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La administración Petro también buscará reducir las nóminas empacadas con clientes, muchos egresados de la Sergio y de otros semilleros de extrema derecha, además de cientos de costosas consejerías y consultorías. Se dice que buscará que la contratación de obras públicas se ajuste a las necesidades más urgentes del país, consideración que hundió el proyecto de ampliación del Canal del Dique ($3 billones).
La reforma tributaria es, primero que todo, un barrido de exenciones que beneficiaban intereses particulares, fruto de varias administraciones y cuyo listado alcanzaba 19 páginas a espacio sencillo, muchas de las cuales no tienen ninguna justificación económica ni técnica. Está el caso de las zonas francas que otorgaban tratamientos preferenciales a empresas que desde allí exportaran, pues su tarifa de impuesto a la renta se les reducía del 35 al 20 %, pero la mayoría nunca desarrolló su misión fundamental. Los hijos del expresidente Uribe fueron beneficiarios de esta prebenda con su zona franca de Mosquera; según Daniel Coronell, ellos se ganaron una valorización del lote de $2.967 millones. Se vulneró, ¡y de qué manera!, el principio de igualdad entre personas y empresas.
El Gobierno también se le mide a establecer impuestos saludables para desincentivar el consumo de bebidas azucaradas y alimentos ultraprocesados que generan enfermedades como la diabetes y fomentan la obesidad entre la población. La excusa de que el impuesto afecta a los más pobres hace parecer al gremio azucarero como campeón de la igualdad, pero lo que se busca es precisamente que se reduzca el consumo de alimentos y bebidas dañinos para la salud, y que se busquen sustitutos más saludables.
Las pensiones que superen los $10 millones también serán sujetas al impuesto de renta, al igual que otros ingresos, de acuerdo con la tabla general de tarifas sobre la renta líquida de las personas. Había el prurito de que nosotros los pobres viejitos no deberíamos contribuir al fisco, pero se trata de ingresos que, en el caso de congresistas, magistrados y altos funcionarios, son altamente subsidiados por el Estado y en magnitudes apreciables (cerca de 4 % del PIB).
El impuesto al patrimonio también se eleva sustancialmente y además se vuelve regular, pues antes se cobraba ocasionalmente. Ahora se cobra a los que figuren con más de $2.736 millones de patrimonio con tasas progresivas, cuando el régimen anterior solo gravaba aquellos mayores de $5.000 millones con tarifas benévolas.
En general, se evidencia que el régimen vigente les hacía pasito a las personas más ricas del país, con algunas excepciones temporales, pero esta vez quedan sometidas a un sistema más riguroso y exigente que permita financiar los programas del Gobierno. Falta por ver si el Congreso le aprueba el grueso de las reformas propuestas, sin peluquearlas excesivamente.