En estos días se conmemora el bicentenario de la Constitución de Cúcuta, aprobada en 1821. La nueva república, integrada por las provincias de Nueva Granada, la capitanía de Venezuela, la provincia de Guayaquil y la caja de Panamá, fue llamada la Gran Colombia por la historiografía posterior, pero los constituyentes la bautizaron República de Colombia. Tras la separación de 1830, el país se volvió a llamar Nueva Granada y solo en 1863 adoptó el nombre de Estados Unidos de Colombia.
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En 1821 la lucha contra los españoles avanzaba en todo el territorio. El ejército criollo, conducido por Bolívar, había derrotado la reconquista española y le faltaba rematar la campaña en el sur, en la costa norte de la Nueva Granada y en Venezuela, lo que requería recursos adicionales a las grandes cantidades que ya había demandado la guerra. Financistas ingleses prestaron 30 millones de libras esterlinas a la Republica de Colombia, la mitad de los cuales asumió la República de la Nueva Granada.
Además de aprobar la liberación de los esclavos y otras medidas progresistas, los constituyentes aprobaron un estatuto tributario moderno para la época, que incluía impuestos a la renta y a la propiedad. El impuesto progresivo fue adoptado por Reino Unido en 1798 para financiar las guerras contra Napoleón Bonaparte, durante el gobierno del conservador William Pitt. El impuesto directo también fue adoptado en varios estados de la Unión Americana, pero el gobierno federal solo pudo contar con impuestos indirectos, en particular el arancel a las importaciones. En Colombia fue adoptado por algunos estados soberanos durante la era federal (1863-1880).
El secretario de Hacienda de la época fue el ilustrado José María Castillo y Rada, quien encontró una situación difícil: el gobierno debía enfrentar “los embarazos de una guerra obstinada que ha empobrecido al país, disminuyendo enormemente la población; agotado los capitales, reducidos a la inacción los ciudadanos que no están con las armas en la mano; el aumento de gastos que ocasiona la misma guerra, la distancia de los estremos [sic], la falta de conocimiento de los hombres que puedan emplearse”. Conforme a las ideas dominantes en Europa y América en esa época, las cargas o impuestos progresivos eran temporales y los indirectos permanentes. En palabras de Castillo y Rada, “la exacción de las directas no debe hacerse sino por el tiempo que el producto de las indirectas sea inferior a los gastos necesarios”.
La ley gravó entonces la renta agrícola, las propiedades inmobiliarias, la renta minera e industrial, la de capitales dados a interés, la renta comercial, los sueldos y la renta de bienes de manos muertas. Las contribuciones se tasaron en un impuesto del 10 % anual para las actividades económicas y de un 2 % y 3 % para las rentas provenientes de la remuneración al trabajo (López Garavito).
La falta de catastros y listas de contribuyentes, la oposición de los terratenientes y la falta de personal preparado para administrar el recaudo impidieron que se consolidara ese impuesto, a pesar de su relativo éxito inicial entre 1821 y 1825. Bolívar no simpatizó con el impuesto directo y restauró la alcabala y los monopolios del tabaco y el aguardiente. Con todo, las finanzas de la joven república mejoraron ostensiblemente, y aún más con los empréstitos ingleses que nunca se pudo honrar, pero que contribuyeron a ganar la guerra contra los españoles.